jueves, 19 de abril de 2012

Capítulo séptimo de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico



Una Julieta cualquiera no habría sido suficiente para Romeo si él, desmintiendo todo lo que durante la semana se había dicho sobre las revueltas, hubiese actuado sin miedo, ya casi pánico, a favor de la familia de la amada y no tanto no pudiendo dejar de tener en mente a la amada misma, sus caras, sus movimientos y, sobre todo y con el esfuerzo terrible que le suponía el hablar desde un balcón, desde arriba, y ver a Julieta muy abajo como algo muy pequeño que tiene el rostro mustio y las piernas y la raja de la hucha abiertas dibujando sonrojamientos, sus risas escondidas cuando hacían el amor sin consentimiento de la esposa de Romeo. El mantenimiento de ese espacio de engaño, puro enigma destinado al rastreo guiado desde los vértices, era posible gracias justamente a que los vértices de aquel triángulo se perfilaban mirando cada uno de ellos al que tenía enfrente, a la derecha o a la izquierda, dando igual quien estuviera en cada lado o que el que mirara estuviera de espaldas o con los ojos cerrados o que, inclusive, se plantease, y por eso no llegara a hacerse, dando esto último lo mismo, romper el triángulo y añadir otro lado, otro vértice, que no perspectiva, para sumar a la figura y que en realidad cambiara nada. La triangulación espacial se reducía a lo que había dentro, entre las tres o las cuatro aristas, pero como todavía eran tres y alguno de ellos no tenía muy en cuenta su posición en la figura o incluso que formaba parte de figura alguna, quien sí lo conocía trataba de aprovechar su estancia en la posición privilegiada que supone poder observar, se mire donde se mire, y tener siempre disponible periféricamente a los otros dos lados, es decir, formar un triángulo rectángulo, dando igual la longitud de los catetos, y estar tú situado en el centro del ángulo recto. Ahí la reducción de margen en periferia y de periferia en limbo difuso asumía unos patrones marcadamente ascendentes que tomaban un punto de partida, el suelo, como línea de tierra que disolvía cualquier tensión entre los asistentes, mujeres, niños y ancianos, al mismo tiempo que distribuía equitativamente banderitas y consignas del partido de colores chillones y letras chillonas y mudas que pretendían dar cierto tono de regularidad a la aclamación no explicitada de cambio político. Una masa bien amasada, con las marcas bien identificables de las manos amasantes, se queda al fresco de la noche hasta que se endurece y sirve como molde ampliable por contacto para otra masa fresca amasable.

Político. El político. El político remeda. El político remeda mundo. El político remeda el mundo. El político remedia el mundo. El político remedia en el mundo. El político remedia mal en el mundo. El político remedia males en el mundo. El político remedia los males en el mundo. El político remedia los males en él, mundo. Él es del político y remedia los males, mundo. Él, político, remedia en los males del mundo.  Él es político y hace y remedia los males del mundo. Así, él, político, hace y remedia los males del mundo. Asiendo mi visto bueno, él es político y hace y remedia los males del mundo. Visto así, él es bueno, político, y hace y remedia los males de mi no mundo. Visto así, él es buen político o hace y remedia los males del no otro mundo. Visto así, él es político y quien me hace y remedia los males del no otro mundo. Visto así, si él es político y me hace y remedia los males del mundo, ¿quién no chillaría otro mundo?

El que las protestas ciudadanas coincidieran con la victoria del partido de la oposición en las elecciones generales y esto con una cresta de trabajo para Romeo colaboró profundamente a que el goce que Romeo sintió esa mañana, ya con el sol a medio salir en el horizonte, durase tanto, al menos, como tiempo tardó en darse cuenta de que apenas le quedaba cocaína. No había tiempo sin dinamizadores de espíritu que conllevase algo, ni siquiera similar, a la responsabilidad ciudadana, así que Romeo se preparó otra raya.
El teléfono de la habitación sonó.  
- ¿Habitación 317?
- Sí.
- ¿Estoy hablando con la habitación 317?
- Sí, sí, dígame.
- Llamo de la recepción.
- Sí, diga.
- De la recepción del hotel.
- Ya.
- Es que trabajo aquí.
- Ya.
- Soy el recepcionista.
- …
- No es mal trabajo pero los turnos de noche son terribles, ¿sabe? 
- Ya, supongo, pero dígame, ¿me llama usted a las siete de la mañana para decir...?
- Si al menos no hay mucho movimiento, gente que entre y salga, ¿sabe?, pues igual puedo leer mi librito, pero si no....
- Ya, disculpe, ¿pero quiere usted algo?
- Si no... pues... por ejemplo hoy he tenido una noche terrible, unos gamberros querían acampar ahí en mitad de la calle, al lado del Parlamento y tuve que andar avisando a la policía...
- Claro... hizo bien.
- Bueno, y luego una señora pesadísima que no paraba de pedirme que le pasara con la habitación 317, y yo repite que repite que no, que hasta las siete nada, imposible.
- ¿317?, pero si esa es mi habitación.
 - Era la señora Sigüenza o algo así y sinceramente, que quede aquí, parecía un poco falta de compañía...
- Pero será usted imbécil, ¡es mi mujer!, ¡cumpla su deber de una vez y pásemela!
- Sí, claro, disculpe, para eso llamaba...

El teléfono se mantuvo colgado bastante más tiempo, independientemente de cómo se representó Romeo esa temporalidad, que instantes estuvo sonando el mismo como aviso de que había una llamada, presupuesta ahora por él, si no no hubiera cogido el teléfono, como de su esposa, pasada por el recepcionista. Con un cepillo de dientes en una mano, cogió el teléfono inmediatamente con la otra.

- Hola cariño, soy Romeo.
- Ay, amor mío, sólo quería ser la primera en darte los buenos días en tu gran...
- Muchas gracias.
- Pero, ¿dónde estás?, ¿ya estás en el trabajo? Hay que ver cómo eres...
- No, todavía estoy en la habitación.
- Anda, ¿pero no empezaba la reunión muy temprano?
- Sí, sí, me voy a dar una ducha muy rápida y...
- Ah, los niños...los niños también están aquí dándote ánimos...
- Ah, los...
- ¿Cómo?
- Los... los niños, claro.
- Sí, los niños.
- Los niños.
- Claro.
- Sí, claro.
- Claro.
- Claro.
- Oye Romeo, ¿estás bien? Te noto raro...
- No, no, estoy perfecto, es que he dormido poco y el imbécil del recepcionista, bueno, no importa.
- ¡Ah!, y ponte la ropa que te preparé, la corbata roja con el traje azul ceniza y la camisa...
- Sí, vale, vale, lo tengo aquí. Bueno cariño, un beso, ya hablamos esta noche.
- Un beso enorme y recuerda que los niños y yo te quer...
Colgó de nuevo el teléfono e inmediatamente marcó otro número. 
- Mateo, quedamos mejor en 45 minutos y necesito... - se detuvo sin que nadie le interrumpiera.
- ¿Qué pasa?, ¿todo bien?, ¿has tenido algún problema con el texto? Romeo no me jodas, que nos dieron las líneas generales cerradas y tan sólo tenías que ajustarlo a tu discurso...
- No, no, eso está más que hecho, no, lo que me preocupa, verás... es que... no he dormido mucho hoy, y bueno... estoy un poco nervioso...
- Ya, ya, vale... necesitas algo que te relaje un poco, ¿no?
- ¿Verás que puedes hacer?
- Veré qué puedo hacer. Entonces a las 10.30 en la puerta principal, no tardes más.

Algo después el timbre de la puerta de su habitación sonó y una señorita alta y todavía más alta con tacones y falda corta y escote hinchado entró en la habitación sin perder de vista en ningún momento a Romeo que ya sin pijama y sin corbata roja ni traje azul ceniza ni camisa escogida a la vista esperaba impaciente mientras se acariciaba el pene y recorría atentamente con la mirada la cintura de la chica, desconocida, pero tan familiar como cualquier perversión propia pudiera ser, y notaba como su pene se iba hinchando desde la base a la cabeza con cada giro de su muñeca y con cada pliegue vaporoso de su cerebro. “Ven, pequeña mía”, gritó Romeo.
Se tiró encima de la cama y la chica se aproximó con pasos muy pequeños y forzados, rozados, pues en cada uno un muslo competía con el otro por masajear sus labios, inferiores y superiores, y por empapar su ropa interior sin la colaboración de agentes externos, salivales, sintéticos, lúbricos no genitales en general, pues dar la sensación de que un señor cincuentón desnudo y masturbándose sobre una cama de hotel también era apetecible era la parte de esfuerzo y trabajo extra bien remunerado que el cliente llamaba y valoraba como lujo cuando requería una prostituta de lujo. Pero la valoración la ponía él en exclusiva así que Romeo, que tenía prisa esa mañana, no esperó, como sí solía, a que ella fuese la que estimulase sus ingles y comenzase acariciando sus testículos con sumo cuidado, sólo con la punta de las uñas, ni que después, ya con la lengua, susurrase frases mágicas insufladoras de vida que provocaban terremotos al otro lado del mundo donde nadie esperaba ni conocía el poder, tal vez por el profundo desarrollo de la cuestión en ellos, que la caricia gallina de un gobernador con cierto ansia expansionista y pocas ganas, es decir, falta de actitud, de pensar, puede tener sobre el relieve extranjero de una piel torneada bajo condicionantes atmosféricos muy lejanos y extremos. Un sol de justicia plenamente injusto, en un día nublado a trozos en el que las nubes en movimiento tampoco son homogéneas, es injusto no porque no broncee por igual al conjunto de la extensión supuestamente diáfana de todo lo que hay sino porque quieras o no, gustes de broncearte solo o acompañado, tendrás siempre en casa, recién comprado, una máquina de rayos ultravioleta.

“Tengo prisa, no pierdas tiempo desnudándote, sólo quítate las bragas y siéntate aquí encima”, dijo Romeo y tomó las caderas de la chica con fuerza permitiendo que su pene, ya bien rígido, acariciase y recorriera durante unos pocos segundos las nalgas de la chica antes de entrar en su vagina sin demasiado esfuerzo. “Venga, fóllame rápido, que tengo un día muy cargado de trabajo y no me puedo cansar mucho...”, es lo último que añadió antes de encadenar diez o quince jadeos discontinuos que desembocaron en un grito conjunto fingido por ambos y especialmente bien sostenido por ella y su capacidad, adquirida por contacto profesional, para convertir bostezos en retahílas cantadas de carrerilla en voz muy alta, ya en turnos ya no, y no quedarse dormida. 

En poco más de quince minutos Romeo se encontraba fuera de la habitación, ya bien duchado y preparado, maletín bajo el brazo y camino hacia el trabajo. En el trasporte público que únicamente él podía utilizar y con el que pudo volar y dejar de lado el tráfico, la noche en vela, los niños, su esposa, el recepcionista y su camello, pensó de nuevo, aún durante cinco minutos, no más duró el trayecto, exclusivamente en la reunión que le esperaba, y se dio cuenta, para eso le sobraron cuatro de los cinco minutos, que de los tres puntos que tenía que exponer en la reunión dos eran idénticos y el tercero, el que tenía que ver con la reforma constitucional, era eso, un mero paquete cerrado y preparado para exponer en público cuya imposibilidad de no clausura no se debía al miedo de lo que pudiera haber dentro, miedo a que aquello, la interioridad, apestara a mierda o heces, sino a que no había nada dentro o, más bien, a la certeza, de eso iba el asunto, de que toda interioridad estaba ya entregada a un únicamente afuera público no discutible, como mucho equivalente a la superficie del paquete, un medio dentro-fuera superficial en el que lo más relevante era lo que permitía que el paquete volara realmente todo el tiempo como paquete, el sello, en el que la cara que aparecía, dentro de poco, sería la suya propia. Los otros cuatro minutos los empleó en repetirse una y otra vez su discurso subrayando la parte de la cantinela que omitía que, a pesar de que la cara del sello del paquete fuera o pudiera llegar a ser la suya, el código postal de procedencia del paquete era ajeno, tanto, y a la vez con ello tan cercano, sin que esto supusiese contradicción alguna, como lo era la insolencia de pensar que el envoltorio del paquete, aún siendo envoltorio y todavía como tal medio dentro-fuera superficial, pudiera distinguirse o diferenciarse con lazo alguno de colores llamativos. Ciertamente el que además estos colores pudiesen ser, sin que nada más que el color cambiara con el cambio de color, rojos, azules o cobrizos, no hacía sino reforzar que el lazo de regalo, si finalmente hubiese, no hacía mucho más que apretar y dar consistencia, empaquetar al paquete y permitir su tarea ya dada.

Cerca del sitio de encuentro con Mateo el móvil vibró. “Necesito verte antes de empezar, por favor, estoy donde siempre”, pudo leer justo antes de que el vehículo se detuviera frente a la puerta del edificio. Cruzó rápidamente obviando la presencia de decenas de mirones, Mateo y algunos otros compañeros, dirección a la segunda puerta del retrete del baño de caballeros de la tercera planta. 

Un golpe violento sobre la puerta, llevado por las prisas, fue suficiente para anunciar la llegada de otro y otro y otro más empujón componentes de una secuencia de percusiones que, a pesar de carecer de toda base rítmica, fue capaz de, ya en otro registro lingüístico, transmitir algún tipo de código reconocible para quien aguardaba dentro del baño. “Me moría de ganas de tenerte cara a cara Romeo”, es lo que dijo el señor que esperaba dentro del cubículo mientras tomaba la mano de Romeo y le miraba muy fijamente a los ojos, “cuándo Julio, cuándo se acabará esta mierda”, respondió Romeo. Un beso en los labios y la entrada de alguien en el baño cerró el brevísimo diálogo, no por miedo a ser descubiertos juntos, todos sabían que entre ellos había algo muy especial, tampoco porque no pudieran resistir perder más tiempo charlando sin besarse, pues con el tiempo, y conllevando enormes dosis de tristeza, habían aprendido a reprimir y canalizar sistemáticamente sus deseos recíprocos más bellos, sino porque, al abrirse la puerta, pudieron escuchar como por megafonía se reclamaba su presencia. “En cinco minutos comparecerá el presidente de la República, Romeo Sigüenza, dispondrá de diez minutos y a continuación el líder y portavoz del segundo partido Julio Fígaro y el resto de partidos de la oposición. Todos tendrán turno de réplica y preguntas sobre la propuesta de cambio constitucional. Por último se pasará a la votación de la misma...”, escucharon y salieron del baño pegados pero primero uno y después el otro pues ambos no podían, materialmente hablando, salir a la vez sin caer en que tal vez un beso interrumpido mereciese el riesgo de detenerse en la interrupción como único modo de que los besos se multiplicasen y fuesen ya no exclusivamente de los dos sino, y a favor de que así pudieran dejar de ser besos violentos a escondidas e incluso independientemente de que de lo que se tratase es de algo diferente a besos, realmente para-por-de todos los besantes.

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