domingo, 22 de abril de 2012

Nietzsche y el Cristianismo: sobre el mal y la contingencia

por Antonio Fernández Balsells - El Faro Crítico



No es de extrañar que para muchos –entre los que un humilde servidor se incluye– el tiempo fuera el elemento más disputado en esta alienante sociedad de la sobreproducción de bienes innecesarios. Pero como la crítica es detestable y perezosa –además de estar ya más que hecha– con este escrito intentaré reflexionar en la medida de mis posibilidades, basándome en lo dicho por algunos pensadores de nuestro momento; en concreto  lo haré sobre ese algo olvidado y menospreciado, que, a algunos, de un modo casi inconsciente, nos hacía sentir profundamente desarraigados del bullicio de costumbres, conductas y pensamientos que han predominado y siguen haciéndolo, en un país como el nuestro, tan arraigado en eso que se llama consumismo. Lo que andaba en juego, pues, no era otra cosa que la Vida; pues el malestar giraba en torno al uso, que, en nuestras sociedades, se hacía del tiempo de cada uno de nosotros y nosotras.

El mayor ontólogo del siglo XX, Martin Heidegger, diría que el tiempo se nos da y que esto mismo es algo que debiera obligarnos a pensar. No hace falta que nos volvamos cursimente trascendentes; no, en absoluto. Pues esta pregunta se la ha planteado cada uno de nosotros en más de una ocasión. Y es precisamente cuando uno se la plantea, que, por desgracia, solemos decir de aquél o aquella que sobre algo tan esencial como el ser piensa; suelen decir –digo– que sencillamente está deprimido. El tiempo que se nos da, pasa; de ahí que algunos como mi padre digan siempre aquello de que no es el tiempo lo que pasa, sino más bien, nosotros los que pasamos. Pero ahora, como carezco del espíritu y la fuerza necesaria para entablar un excurso sobre el lugar que ocupa el sujeto en relación al tiempo –si es que, en verdad, hay distinción alguna entre éstos; pues a veces parece que tal diferenciación no sea más que una fantasía de nuestra percepción inducida por puro dualismo: la que se da entre la vida en acción de análisis (o Uno-Sabio de Heráclito (Hén-sophós)) y la vida entendida como experiencia susceptible de análisis en el tiempo: en definitiva, lo concretamente vivido y que puede ser analizado en su individualidad. Y es que, al analizar lo que analiza, tratamos de dividir aquello mismo que siempre se da unido y divide; razón por la que es in-analizable: pues esto mismo no es más que el hermético misterio de toda vida, la de cada cual, la nuestra–; no lo haré.

El tiempo pues que dura nuestra vida, es un don. Pero como tendemos a pensar que las cosas que se dan siempre son propiedad de alguien; es por ello que, el lugar de ese donante sin forma fue ocupado por un pater de barba cana: es así como nos lo describen todas las religiones monoteístas y politeístas, basadas en esos creacionismos del a imagen y semejanza, que acaban por hacer de lo divino un hombre ya mayor, todopoderoso. Es así, que, el propietario del máximo don –el de las plurales vidas–, se convertía en paradigma de todo monopolio patriarcal; al tiempo que a los mortales no les quedaba otra que, para distinguirse asemejándose a él, usurpar para sí las cosas menores, terrenas, fueran éstas inertes o vivientes, pensantes o no. Pero como ya somos tantos los que hemos dejado de creer en dioses antropomórficos, parece que se ha despertado un lugar en nuestra mente capaz de entender que pueda haber lo regalado gratuitamente, durante un periodo, y que no pertenece a nadie: esto es, lo que da, siendo a su vez indisponible. Nos referimos, pues, a un ámbito invisible, inaudible, y, por tanto, ubicado más allá de toda capacidad humana de representación, figuración o imaginación; resultando que, además, tal ámbito, parece ser igual de real sino más, que todo aquello que nos podamos figurar, imaginar, ver u oír.

Siempre ignorado, cada vez que pensamos en ese algo “in-forme”, cada vez que nos planteamos acerca del pasar de nuestro tiempo, el pasar de nuestras vidas; la psicología académica parece querernos decir que estamos afligidos, tristes y nos diagnostica: “depresión”. Tristeza pues, ésta, debida a la carencia de respuestas con sentido en lo más esencial, lo que más nos conmueve; y de otra parte, una medicina de la mente institucionalizada, que, en coherencia con esa negación de la vida y de sus preguntas esenciales, nos invita por el bien de nuestra salud anímica, a mirar hacia lo cotidiano-superfluo sobredeterminado por el capital. Pues sólo así seremos capaces de sobreponernos de nuestras angustias existenciales, las de un mundo injusto y desigual en recursos, en el que hay violencia y esclavitud. En el que, en definitiva, a nosotros pequeños burgueses, se nos robaba el tiempo. Huida pues, que, cual falsa tábula de salvación, evita toda confrontación con el enigma más esencial de nuestras Vidas: el siempre presente aunque olvidadizo enigma de ser. 

Hay pues que ser intrépido y valiente, para adentrarse en tan difícil y arriesgado sendero de ventura, pues las flores y montañas, los ríos, la viveza de nuestras experiencias, junto con las imposturas ideológicas convertidas en lo naturalmente cotidiano; aparecen, todas ellas, como más necesitadas de nuestra atención: las cosas que nos rodean, lo normalmente visible, lo extenso y útil, lo imprescindible para poder vivir, tiende a llamarnos a todas horas como el canto de las sirenas lo hacía a Odiseo. El mundo de las imágenes, el que hasta no hace mucho hemos confundido como la única realidad –en el que se da la belleza así como la fealdad; en el que hay los objetos, los seres vivos e inertes– nos atrapa en sus omniabarcantes a la vez que seductoras zarpas, haciéndonos desembocar, siempre, en el más extremo de los materialismos. De ahí que los pensadores más importantes de nuestro momento digan que la respuesta para nuestro presente, pase por recuperar lo inmaterial; o lo que es lo mismo: lo espiritual. Y es que, este último ámbito también se ha visto colonizado por las místicas de la imaginación: la promesa de vidas ultraterrenas, los reinos de los cielos o los eternos renaceres en este mundo –ya sea en forma de vaca, flor o de otro humano– han hecho los deleites de consuelo para nuestras penas individuales y temor hacia la muerte. Miedos, pues, más que fundados, que de no ser abordados con firmeza y finura, nos hacen desembocar en el mayor de los pesimismos existenciales; resultando, de todo ello, palabras como las que decía un muy buen amigo irlandés, Michael Ingracia: “la vida es una mierda y después, te mueres”. 

En todo caso, la flor florece, y durante esos días de abril, ella es reina: la más bella, la más radiante, la más hermosa de entre todos los seres del jardín. Y esto, durante unos pocos días… tan breve es su reinado; albergándose ahí el sentido tanto de lo casual como lo causal, lo fortuito y lo espontáneo: el que otorga una voluntad inhumana que es la de la Naturaleza. Un porque sí de la vida –porque la Naturaleza así lo quiere– tan frágil como escurridizo; débil como omnipresente es el poder presente que se da en todo aquello animado –y por tanto, capaz de moverse por sí mismo– que simplemente es.

Tristeza y miseria la nuestra al ver cómo nuestros análisis y articulaciones del mundo, el de nosotros “adultos”, penden de un hilo de colorines tan frágil; pero a la vez, tan sumamente poderoso. Pero decir de la Naturaleza que es poderosa, sería como antropomorfizarla: en ella no hay cálculo alguno, ni libro humano que pueda pretender recoger sus leyes esenciales. Nos hallamos instalados en lo efímero, y en verdad, de ahí no podemos escapar; resultando que, todas nuestras tristezas y penas no son más que reflejo de la impotencia que producen en nosotros todos nuestros cálculos y aspiraciones: las ansias del hombre moderno por controlar lo indisponible. Queríamos la vida sin la muerte, pero esto no puede ser; de ahí que buscáramos lo imposible a través de las promesas de la ciencia-técnica y su cirugía. 

Es por todas estas razones o sinrazones, que, en nuestro momento, parece necesario recuperar nuevamente una mística; si bien distinta a todas aquellas que acostumbramos. Se trata, pues, de un abordar el misterio de la vida, aun a sabiendas, de que no lo vamos a poder descifrar. ¿Y para qué indagar lo inescrutable? Y la respuesta sería: ¿Y por qué no indagarlo? Pues ya sabemos qué ocurre cuando de nuestras vidas amputamos la cuestión del sentido. Ya sabemos qué quiere decir que no haya más verdad que la de la adecuación; que no haya lugar para la verdad de ser. ¿Y qué ocurre si nos negamos a que el lugar de la verdad de nuestra vida –la verdad ontológica– no se vea ocupado por una religión revelada, un dogma; sino, por el contrario, por una religión comunitaria en la que cada ser vivo tenga suficiente voz como para que se respete el sentido de su pleno ser, el de su contingente e individual voz? Y que los que hablen –y por tanto, decidan transformar– a su vez no olviden aquellos otros seres que también son, pero que no tienen su misma voz. El trayecto de esta mística es inagotable; pero cada vez que andamos por el umbral de su indagar, cada vez que nos sumergimos en la cuestión del sentido de ser, casi sin querer, hacemos un breve recorrido que lo más probable es que nos altere. Pues sólo el pensar que vierte hacia la acción, transforma: se nos exige actuar para aprender y es aprendiendo que actuamos. Pero que nadie se atreva a decir que la acción solamente pasa por la producción; pues no siempre es así: de ahí que, en nuestro momento, muchos hayamos vivido con pena nuestro actuar cotidiano: aquel fabril que sólo sabe producir cosas inertes… Pero, ¿hacia quién ha de revertir la crítica? ¿Hacia el que cree que vive sinsentidos, o hacia un modo de pensar que olvidó que nuestro tiempo de paso efímero, no es más que un don del más frágil de los poderes? Que desde que olvidamos el misterio racional, que desde el momento en que dejamos de aproximarnos hacia aquello que, en tensión, atrae y repele; es precisamente a partir de ese momento que dejamos de verle sentido a aquel don que exige la más sincera gratitud a lo que no se apropia de nada. Misterios de la vida, pues, que son misterios de amor. Porque aunque sean frágiles nuestros sueños y nuestros amores, son un mover en busca de otros moveres autónomos del que acontecen otros “porque sí”; ya no me quedo en mí cerrazón, sino que ando en busca movido por una fuerza interior que es vida. Pulsión de vida en busca de la felicidad momentánea; en busca del instante efímero en el que se consuma todo aquello que no eran más que deseos, sueños; instigados por Ley de Vida. Es decir, por la Ley no escrita.

Ya no hay razón para ponerle una determinada cara o cuerpo a Eros: pues desde su polimorfía arrebata a todos por igual; no hay excepción alguna: sea el eros del sexo, el de la amistad o phylía, el que nos dice que en lo individual contingente humano siempre hay algo sagrado, pues es cuando fallece un ser querido, un individuo contingente, que de repente se nos abren de par en par las puertas del sentido.

Nietzsche hará crítica del nihilismo, precisamente haciendo de nuevo teología. Jesús, el último de los profetas, desde su comienzo había sido tan distorsionado, que ahora, transcurridos casi diecinueve siglos tras su crucifixión, era necesario replantear su misterio teológico: eran necesarios nuevos dioses. Precisamente aquel dios del amor parecía mostrarse incompleto; al tiempo que los hábitos y conductas morales de las gentes se habían acomodado a los intereses y abusos de los Estados. En definitiva, del poder. En todo esto contribuirían tanto los textos filosóficos del siglo XIX como las exégesis bíblicas laicas que algunos intrépidos llevaron a cabo al margen de los intereses de académicos y universitarios, así como los poderes que les habían permitido alcanzar el puesto que ostentaban. 

Se abría pues lugar para una rehabilitación de lo sagrado en nuestro presente; y esto mismo, haciendo crítica del nihilismo que azotaba las almas de aquellos que se pensaban como inmortales en vida, aunque al verse penitentes de ésta –su propia y única vida– acababan por despreciarla ante el anhelo de plena felicidad post-mortem. En cualquier caso, parece un error demonizar a Nietzsche y no querer ver los nexos que lo unen a su tradición cristiana: critica la ayuda al prójimo, proponiendo una comprensión de éste distinta: la de amigo; habla de los males a que se ve abocado el filósofo-teólogo que es él, por tal de ultrajar el bien y el mal firmemente establecidos en aquella sociedad de las costumbres; sociedad de costumbres de la que explorará sus límites, por la verdad que puedan encerrar todas estas máximas morales en cuyas entrañas, a su entender, residen los gérmenes putrefactos de la envidia, la mediocridad, las ansias de poder político… En definitiva, hace una revisión de en qué se había convertido aquella tradición tan alejada de su mesías crucificado; y que, en el fondo, desconocía ya por completo, cuáles fueron las razones que llevaron a su dios-hombre a morir como un esclavo clavado en dos maderos.

La vida es pues lo que Nietzsche intenta re-sacralizar; de ahí que nos diga que sólo venerará a un dios que ría. Es así que Zaratustra exclamará: ¡Quiero que en mí baile un dios! La risa se torna divina mientras una corona de flores adorna la cabeza del maestro… Profeta convertido en anticristo, al igual que le ocurrió a Jesús hijo de Gamala –el del nido de águilas– pues así es como contemplaron su mensaje aquellos fariseos pro-herodianos, tan afines en sus negocios y comodidades a los intereses de la imperialista Roma. Y es que, si contra alguien no parece mostrar oposición alguna el Zaratustra de Nietzsche, es contra aquel rey hecho guerrero, rebelde, que tira los estantes de mercaderes instalados en el Templo, así como suelta sus asnos para que pazcan por el desierto. No está tan lejos Jesús del súper-hombre nietzscheano. Pero la relación entre teología y filosofía no es fácil; y ésta, ha marcado por completo el pulso de los siglos de la historia de occidente: ¿cómo podía encumbrar Nietzsche los maderos y los clavos en que crucificaron a un hombre-creador de nuevos valores? No, no quería alimentar su fe en superstición ni dogma alguno; menos aún, cuando de nuevo se repetían los mismos males que los intransigentes imperialistas romanos habían puesto en práctica mediante su diabólica razón de estado: la fagocitadora –en nombre de un dudoso bien común– de los bienes ontológicos distintos y diferenciados; la fagocitadora de las diferencias del amigo, que según Nietzsche, nos brinda siempre un mundo que se desenrolla y se arrolla a través del diálogo en una noche ebria. Zaratustra decide volver a los hombres para decir que es necesario rescatar lo teológico, en un mundo que ya lo ha dado por muerto, y que, indecorosamente, se encuentra negando la propia Vida. Pasados ya mil ochocientos años, espera de los hombres y mujeres, sin embargo, cierta madurez para poder hablar de religión. Sí, Jesús dijo cosas necesarias en aquel momento; es gracias a su tormento en la cruz que semejante pena sería abolida; que la esclavitud como institución, acabaría por ser abolida en Europa. Pero, al contrario de Agustín, Nietzsche no encontraría en su crucifixión, la respuesta al orden y el acontecer de una paz sumisa; pues Nietzsche busca dirigirse ya a otros hombres y mujeres; no a esclavos recién liberados de los abusos de sus amos. Crucificar a un creador de nuevos valores era lo propio de los bárbaros; quedarse venerando los clavos y la cruz, era, en definitiva, reificar el mal en el que un super-hombre, una diferencia, un rebelde, había muerto. 

De ahí que el diablo –poco antes de morir junto con Dios– le dijera a Zaratustra un par de cosas: la primera, que Dios tenía su propio infierno; y la segunda –pocos días después– que Dios había muerto. Desde entonces jamás volvió el diablo a hablar con Zaratustra… Pero eso no extrañó al sabio, pues sabía que toda demonización era propia de integristas: que los fariseos demonizaron a los esenios, que los romanos hicieron otro tanto de los llamados “cristianos”; y que, estos últimos, en la edad media, se lanzarían en la demonización de los cátaros, mientras que, en los siglos XVI y XVII, en su apoteósico culminar de radicalidad integrista y de violencia, las hogueras de la Inquisición quemarían a tantos endiablados. Todos ellos enjuiciados desde el más estúpido de los rencores, la más burda de las envidias, las más idiotas leyes humanas demasiado humanas… 

Es así que, Zaratustra, ve al águila y la serpiente y ve en ellos a sus amigos. Es así que, Zaratustra acaba rodeado de palomas en lo alto de un acantilado, abrazado por un fiero aunque tierno león, que lo lame con cariño como un gatito enorme. Que la serpiente vuelve a beberse el veneno con el que le mordió; pues sólo un hombre que se sabe mortal y que da gracias a la Vida por estar vivo, que ama la Naturaleza, sólo él –nos hace ver– es digno de semejantes bendiciones naturales. Sin dios y sin diablo, ya no hay posibilidad de distinción entre el bien y el mal, ya no hay lugar para el juicio, pues el dios cristiano renuncia a su reino ultraterreno –aquel que nunca existió– y con él, se va el diablo, tan presente en aquel mundo, tan necesario y tan instrumentalizado por tal de justificar a aquel otro dios omnisciente y omnipresente, todo-bondadoso, permitiera la existencia de tantos males en aquel mundo. Y era por la erradicación de esos confusos males, que aún se cometían males peores; confundiéndose el mal de la enfermedad, el desamor y la muerte, con el de la guerra, la usura y en definitiva, la locura humana. Es así como aquellos confundidos “hombres de bien”, acababan cometiendo tantos males. Pues ante la convicción de que aquel mundo era monstruoso, esperaban alcanzar un día, por fin, la felicidad prometida. Era por una felicidad en la nada que se permitían juzgar y quemar a aquellos individuos contingentes que, por ser mortales, pensaron “imperfectos” y del todo prescindibles. 

Pero en el mismo lenguaje de nuestra cultura terminó por diluirse el antropomórfico diablo. Aun así, el mal seguía dándose; de modo que había de recuperar nuevamente la pregunta por su sentido: saber hasta dónde era el mal necesario, y a partir de qué lugar, dejaba de serlo. Pues la vida entendida como don, no es ningún mal, por más que nos pese que sea un préstamo a devolver. 

El verdadero mal, pues, si en algún lugar había de radicar, era en el mal innecesario: aquel mal que sólo es capaz de hacer el hombre. Pues el mal siempre es una falta, una carencia, una imperfección que se da, desgraciadamente, en lo perfecto; pero cuando esta privación se debe a la voluntad humana, cuando es el resultado del deseo frívolo de todo hombre o mujer, es cuando es propiamente mal. La negación o amputación de lo que podría ser plenamente, por voluntad humana, es pues, el mal; pero esto no significa que no haya un mal ontológico, inevitable e ineludible, inherente a la vida: el del sufrimiento de la enfermedad, el del desamor, la soledad involuntaria o la misma muerte. Aunque si salvamos confusiones y hacemos lo posible porque el verdadero mal no acontezca: el frívolo y mezquino, aquel que es producto de la imaginación perversa humana; nos salvaremos del peor mal de los habidos: el mismo que crucificó a Jesús junto a tantos otros por el mero hecho de su diferencia –o indiferencia–, tras haber sido juzgado por leyes humanas; tablas de la ley imperfectas que, desde la Antígona de Sófocles hasta Nietzsche, muchos han sido los pensadores y filósofos que han pedido que se rompan, en favor de la complejidad y belleza humana: en favor de la complejidad de la Vida. Residiendo ésta en las orillas de los ríos, los márgenes de las huertas, las lindes de los barrancos donde moran vagabundos y desamparados, aquellos que se han vuelto locos. Pues de proclamar el desprecio de la más extrema de las contingencias de los seres que sí son, de los individuos que vemos –al igual que hicieran los monjes medievales– ¡se está tan cerca de entronar cualquier arbitrariedad humana en detrimento de la pluralidad de vida plena! 

Esa contingencia, pues, es algo que no puede ser utilizado en contra de ningún ser vivo, pues esa contingencia –si bien se da en cada uno de nosotros respecto a otro ámbito sí necesario y eterno, que no perece con nosotros sino que se lega– sin embargo, esas contingencias vivas, son la misma expresión del ser. Pues si bien hay el ámbito del espíritu comunitario eterno; no hay individuo eterno, ni profeta que pueda clamar con sus palabras, guerra o atropello de ningún ser que es. Ya no hay lugar para la guerra santa; eso es lo que nos viene a decir Nietzsche con ese por encima del bien y del mal, con esa razón supra-judicativa. También nos lo decía Passolini, en su película Saló, haciendo uso de cuatro intelectuales decadentes y fascistas, que en sus perversos interludios interpretan a un Nietzsche del poder y de la fuerza, de la lucha; dejando de lado –tan voluntaria como inconscientemente– a un otro Nietzsche también presente en sus escritos: el mismo que haría decir a Zaratustra que prefiere dar a recibir; aquél que ya no busca su felicidad saciando sus estúpidas perversiones siempre insatisfechas. Placer y paz interior que ninguno de aquellos cuatro relativistas bastardos en ningún momento logran alcanzar; pues no saben ver que sí hay verdades esenciales, no relativas, que no son otra cosa que la propia vida. 

Pero todo esto exige otro carácter, el de otros hombres y mujeres que no se acojan a leyes escritas para juzgar a los demás; que ya tengan su carácter forjado en la búsqueda de la belleza en la pluralidad de sus sentidos –que no únicamente en la moda–. Hombres y mujeres que, sabiéndose mortales, veneren a dioses que rían y bailen, que se apoderen de sus cuerpos haciéndoles salir de sí mismos de pleno júbilo; que lloren y que dancen, que disfruten lo que les pide el cuerpo, su cuerpo, porque –como dirían los estoicos– ese es su ser. Un cuerpo al que ya no ignoran. Capaces de virtualizar lo mejor posible en los otros; capaces –como decía Nietzsche– de dar más que de recibir… ¿Es esto poco cristiano? ¿Qué anticristo tan extraño?... ¿Qué razón hay para la caridad en un mundo en el que ya no hay diferencias materiales? ¿A quién pretende reconfortar esa caridad y por qué falsa razón, pretende ser reconfortada? Éstas son pues las preguntas que nos brinda Nietzsche en su corrosiva crítica a la moral cristiana europea, aquella que fue entretejiendo, durante los nublados siglos medievales, tan radicales transformaciones del mensaje cristiano desde su propio origen; distorsiones, todas ellas, llevadas por las distintas iglesias. También nos brinda Nietzsche la recuperación de un lógos griego, el que permitió nacer grande a Filosofía de la cabeza de un dios: Júpiter; lógos que vino al curso de la historia, nuevamente en el siglo primero, de la mano de un mentiroso llamado Pablo –según nos dicen las recientes investigaciones llevadas a cabo en Qumrán–. 

Y en cuanto a ese Jesús que tanto molesta a los que quieren ver en él a un humilde predicador, ¿no tiene nada que sugerir esa tan sexista como sugerente frase de Nietzsche, cuando dice la Filosofía, al ser mujer, sólo puede amar a un guerrero? ¿A qué otras guerras se referirá Nietzsche?... A las de la razón de Estado, por supuesto que no; no en vano dedica un hermoso capítulo criticándolas escrupulosamente: los Estados modernos devoran a sus siervos cuales vampiros nocturnos libándoles su esencia-diferencia convirtiéndolos en marionetas, cuerpos sin alma. Tampoco se referirá a una lucha vana y sinsentido, a una lucha de rivalidad en el saber, cuando todo saber esencial al que pueda aspirar todo individuo hace reír a su propio ser –nos dirá Nietzsche–; pues al ser simplemente, le gusta bailar y reír. Seres, a los que también les gusta la broma ácida y un poco de conflicto, para aderezar sus vidas; seres que no quieren transformar al ser humano en un ideal que no puede ser; pues rehúyen toda abstracción fantástica, todo reducto de la imaginación humana que intente predominar en el mundo. Volviendo a Nietzsche: 


¡Quiero que un dios baile y ría en mí!


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