viernes, 28 de septiembre de 2012

Capítulo noveno de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico
Juan, recubierto sólo de capas de ropa, paredes y cielo, el universo nunca tocaba su piel, dudó sobre si ahora era el momento de tener exclusivamente ahoras. Claro que sabía que cortar un vaso de agua con un cuchillo sería una experiencia recomendable para todo el mundo al menos una vez si lo que se tratase de desgarrar fuera el vaso y no el tejido líquido que llamamos agua. Pero él, que ya no sentía nada, se vio en aquella peculiar situación de estar harto de escribir con bolígrafos gastados en pasatiempos de hojas de periódico cuando lo único que se le exigía era que, de vez en cuando, presionase marcando ligeramente con algo, bolígrafo, lápiz, trozo de madera o dedo, en algo, hoja de periódico, mesa, colmena o botón. No había, pues, tinta en sus bolígrafos, y trató de separar el agua del agua con un cuchillo cuando salió del tanatorio, llegó a casa y vio que estaba todo limpio, hecho y ordenado. Probó con diferentes cuchillos y vio que ninguno era suficientemente afilado para descomponer el agua en dos cosas diferentes que ya no fueran agua, así que se decidió a mezclar agua con aceite de romero. “Es tan diferente su tacto, huele tanto y tan distinto, que seguro anima al agua a revelarse un poco contra sí misma”, se decía mientras mezclaba ambos en un vaso grande de cristal que agitó durante un minuto. Y lo que consiguió de nuevo, además de arañar la mesa en la que había vertido y servía de substrato a la mezcla, fue separar lo idéntico con lo idéntico, agua por un lado, aceite de romero por el otro, troceados y en partes, y él, artífice de la composición-descomposición a su gusto, por fin por abajo diferenciado como conductor, es decir, preocupado por los arañazos de la mesa.

            Sin embargo había dudas, porque quedarse con que tu mejor yo depende de ti mismo resultaba insuficiente para alguien que pocas semanas atrás no había hecho sino proponerse asumir que la única solución posible para sus mundos no tenía que ser del todo invisible para un mundo, digamos, de ley. Así que tomó de la estantería de la entrada unos cuantos libros de cuentos variados, la mayoría escritos por él mismo y trató de recordar sus personajes, quiénes eran, cuáles eran sus historias, a dónde habían viajado en ellas, a quién conocido, y transpuso unos con otros. La clave era, una vez uno se decide a no tener vida ni plantearse vida ni tener ganas de tener vida más allá del seguir haciendo algo, si puede ser, eso sí, un algo diferente pero parecido en algún sentido difuso a lo que uno había venido haciendo antes mas dando absolutamente igual qué hacer concretamente ahora y qué no, elegir a un personaje al que utilizar como modelo explicativo de sus idas y venidas flasheadas que debilitara lo máximo posible la clausura del bloque doloroso de hielo que suponía el pasado.

            Se detuvo en Pedro G. La dificultad, sin embargo, era enorme, al menos tanto como tender a buscar explicaciones vitales vinculantes en relatos narratológicos demandando que el personaje modelo en cuestión, del cual ya sabríamos qué hizo qué hace y qué hará de manera fija, nos permitiese, mediante una interpretación auto-impuesta y supuestamente flexible del texto, seguir haciendo lo que hacíamos sin recordar muy bien qué era aquello y sin fijar ningún presente ni acariciar, si quiera durante un ratito, el futuro. Comparar dos sistemas articulados por vectores temporales diacrónicos cuando el elemento legitimador, el presente que fija, está de forma privilegiada exclusivamente en uno de ellos, reclama una proyección ensoñadora del primero sobre el segundo que, si bien dinamiza y des-estructura la interpretación unívoca y estática inicial de Pedro G., lo contamina de una excesiva movilidad, de un presente resbaladizo y empapado de agua del bloque de hielo que se derrite por la mera acción externa del resbalón presente en el que ya se estaba. Otro asunto, totalmente incluido en ello, es que a Juan le gustasen y estuviera habituado a resbalones, a presentes excesivamente licuados por los que patinar y dislocarse dolorosamente de vez en cuando, y que, por ello, se parase en Pedro G.
            Pedro G. había decidido en algún momento de su adolescencia y de forma súbita, y esto es lo mismo que decir que en la historia nada se decía de las implicaciones del modo de decidir que atañían a aquella decisión, que siempre que mirase a alguien que le miraba a él fijamente lo haría como cuando se trata de seguir con la mirada la hélice de un ventilador en movimiento, comenzando a rotar los ojos en torno a un punto fijo, los de quien te mira a ti, para poco a poco empezar a rotar también la cabeza sin tratar de perder de vista al otro. Claro está que esta situación le reportó situaciones muy divertidas, conoció a mucha gente, pues, el que en un grupo cultural suela estar bien considerado que la gente te mire a los ojos cuando le hablas como signo de transparencia, es decir, como ventana de acceso a lo que hay tras la ventana que identificaría de manera esencial al que lo dice, repercute y disloca, en ocasiones, el supuesto equilibrio de la relación “todos miramos a los ojos para ver lo diferencial de cada uno” a favor del final de enunciado, la que permite, no sólo que se viole una norma habitualmente aceptada con facilidad y agrado, sino que se valore a lo meramente distinto de cada uno en exclusiva de manera obsesiva, a lo que salta a la vista. Pedro G. tuvo, pues, en cierto y muy actual sentido, gran éxito, no le faltó nunca gente distinta que le tratase de mirar a los ojos ni gente a la que tratar de mirar él. Pero lo que suponía el gran asunto de la historia fue el encuentro de Pedro G. con Elisa Trebuchet, una joven de padre eslavo y dos madres, que en algún momento de su vida, tampoco especificado en el relato, había decidido no pararse nunca de cruzar y descruzar las piernas cuando estaba sentada, de un lado a otro y de un lado a otro, y, estando de pie, actuar como si estuviera cruzando un paso de cebra y sólo pudiese pisar por las zonas blancas, saltito, saltito. El asunto era que Elisa Trebuchet descubrió que cuando miraba el movimiento rotacional de cabeza de Pedro G. dejaba de tener ganas de cruzar o descruzar piernas y que incluso si le miraba a los ojos dejaba de dar saltos estando de pie. Era todo tan brillante que ambos pasaron mucho tiempo juntos, el suficiente, al menos, para olvidar y volver a recordar que ambos habían hecho una promesa perpetua a cumplir. Mas la promesa decidida, como tal pero no sin dificultad, se impuso en su vuelta, a lo cual ayudó que se diera la paradoja de que lo que a ambos había atraído mutuamente del otro se disolviera al estar juntos y que, siendo justo eso que se anulaba en su unidad lo único y exclusivo que ambos por separado y por promesa querían casi en cualquier caso como lo primero, la única posibilidad de volverse a interesar mutuamente fuese volver a sus viejos hábitos, es decir, forzar una ruptura violenta que reafirmara sus habituaciones meramente individuales, volver a extrañarse mutuamente. La historia se interrumpía con Pedro G. leyendo a un poeta que decía “desconocidos se están el uno del otro, mientras sigan en pie, los troncos vecinos“ cuando se iba muy lejos subido a un avión sin mover la cabeza mientras miraba fijamente entre las vidrieras del aeropuerto de partida a una chiquilla que esperaba otro avión dando saltos de un lado a otro sobre unos policías. Juan nunca se atrevió a hacer una segunda parte, pero se dijo al soltar el libro encima de la cama “sí, yo seré Pedro G.”.
            De manera que, además de confirmar con el comentario que realmente ya era Pedro G. antes incluso de hacer declaración de intenciones alguna, tomó nota de las actitudes generales del personaje, o lo que es lo mismo, decidió decidir siempre algo o, más bien, que hubiese siempre algo en general decidido de manera absoluta e inmóvil para él por pequeño y trivial que pudiese parecer para otros. “Eso guiará mi vida, el resto vendrá detrás...”, se decía, y salió a la calle en busca de los imprescindibles contenidos de su promesa intencional, “...seré un Pedro G. de la calle”, se decía ya volcado en la ciudad.

            Un panadero o un carnicero hubiesen sido buenos ejemplos si Juan no tuviera una cierta tendencia natural a huir de las cosas escasamente manipuladas por otros. Tampoco un barrendero, con perdón a los barrenderos, o un político, pues el pretender llenar una forma general con un fundamento puramente instrumental no resolvía la petición de contenido mínimo por fijar como dado que pedía su decisión vacía, además de dejar en el aire y sin suelo justamente eso, el suelo, el que absolutamente cualquier cosa pudiera ser, incluso la muerte. Y vio a lo lejos, no demasiado de su casa, una carretera bacheada muy negra por la que caminaban una familia de patitos muy blancos. En fila de uno cruzaban, primero la madre, luego el padre y después tres patos de tamaño muy similar, pequeñitos. Enseguida, en cuanto confirmó la visión, pensó en ir y rescatar a la familia de las posibles ruedas de los coches. “Pobrecillos, ahí expuestos a lo que les pueda ocurrir, a cualquier cosa... necesitan alguien que cuide de ellos...”, se decía mientras apretaba los puños, “sí, yo les cuidaré, dedicaré mi vida a cuidar y proteger al necesitado, seré un super-héroe y tendré un animal, una mascota, que también lo será”. Y volvió rapidísimo a casa a diseñar un uniforme.

            Ya delante de la máquina de coser, se le ocurrió cómo podría ser la segunda parte del libro de Pedro G., una historia en la que lo diferente para seguir siendo tal tuviera que afirmarse en su reunión diferenciante, pues cómo si no con agua el romero del aceite de romero llegaría a ser lo que ya venía siendo. Dejó de coser durante unos segundos pero enseguida continuó con el uniforme, se repitió “no, seré un super-héroe y mi mascota también lo será” y dio dos puntadas más.


No hay comentarios: