jueves, 4 de abril de 2013

Capítulo décimo-cuarto de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico

Sugerir que de entre los ruidos in-habituales que uno podría encontrar en el hogar se encuentran los inesperados, además de deslinadarse de la consideración según la cual una casa es poco más que un habitáculo compuesto de materiales varios, vidrio, metal, cemento y ladrillo, por ejemplo, no tendría el gran eco que tal vez sí supondría reconocer que de aquellos ruidos inesperados no todos habrían de ser des-conocidos y muchos menos asustar. El susto, por ser tan mío, siempre al final. Incluso si el susto, y por tanto la urgencia, eran enormes. No había dudas en esto para Ernesto. Siempre necesitaba escucharlo de nuevo. Escuchar la causa del susto a través de una pregunta formulada a y con otro, habitualmente su familia. Si el fregadero no tragaba o el agua de lavarse las manos y la cara estaba muy frío, nada cambiaba. Aunque claro, y con esto ciertamente no se dice demasiado, es decir, no se dice nada que no estuviera ya dicho, había sustos y sustos, ruidos y ruidos. En particular, y es dudoso que fuera lo que ocurrió ese martes trece de septiembre en casa de Ernesto, hay ruidos que consiguen la inversiones más terribles. Que lo alto parezca bajo, y lo bajo indiferente. Lo curioso y grave es que aunque, así visto, la situación de que el ruido asustase parecía casi insiginificante, un síntoma secundario, la in-significancia embebida del síntoma secundario permitía que el susto dejara de ser tomado como secundario y como síntoma, y que, una vez normalizado y operando a sus anchas, las únicas de hecho posibles, ciertamente tan sólo asustase.

Esa tarde un enorme estruendo sonò en la vivienda. Podía venir del techo o de las paredes laterales. Ernesto no lo sabía. La planta de arriba estaba vacía desde que él y su familia vivían allí. Era un lugar de paso. Asegurar cuánta gente, en principio diferente, se había dejado caer por el piso de arriba en los últimos meses resultaba imposible. La única huella que quedaba de cada uno de los fugaces habitantes de esa planta era un chasquido, a lo sumo un chirrido similar al arrastre de un mueble pesado. Continuo pero no muy estridente. La huella sonora de una marca en un nivel superior como prueba de paso que sella un “de-a-dónde” secuencial, tanto “vengo” como “voy”. Un uso y un paso excesivo de la habitación que, por ello, dejaba de ser habitable. Ante todo veloz. Tanto que en ocasiones, cuando no había colegio, Ernesto se quedaba mirando duranto largos ratos las figuras de una arboleda cercana y atribuía a cada especie de árbol un ruido de los que sonaban en la planta de arriba. No le quedaba otra, y aún sin ser así lo hubiera hecho, que terminar uniendo diferentes ruidos, aún muy distintos, al mismo árbol. “Ese sauce suena gentil, decaído, sí, y toca el suelo con las mismas ramas que apuntan a las nubes y al resto de sauces… son hojas enormes… unas miran sólo al suelo, otras observan a las que miran al suelo y otras rozan el aire arriba del árbol… su sonido es tan largo y tan ancho que cuesta separarlos… es un bloque continuo sonoro, una apisonadora jovial… cobijo… y aquellos otros, cipreses, sí claro, qué áspero y arrojadizo son… sube demasiado, allí hace frío… el viento corta a ráfagas… corta y silba muy alto… medio segundo de paso, no más y otro más… se están yendo sin agitarse mientras silban…”, concluía Ernesto más de una vez.

Pero aquel ruido era muy distinto. Nada parecido a esos pisotones de fantasmas bailarines de balls. Ernesto sintió miedo. Raro en él. Un miedo abrasivo. Sin rabia pero con una capacidad de extensión fulminante. Percibía el sonido y ya estaba todo el cuerpo paralizado. Nunca el aparato nervioso funcionó tan bien y, cuando el ruido se repitió en forma de silbido atronador, sólo a cambio de un excesivo esfuerzo muscular Ernesto pudo llegar hasta el rincón de lectura de su padre. “Papá, papá…” pudo decir con una debilísima fuga de aire orientada.

El hecho de que el padre, estando tan atento y entregado como estaba al aprovechamiento de los últimos rayos de sol para acabar el capítulo siete de “El vino del estío”, tuviera la capacidad perceptiva suficiente como para escuchar el quejido de su hijo y, sin embargo, afirmara no haber percibido ningún ruido extraño en toda la tarde, más que sorprender a Ernesto le hizo plantearse si todo aquello del extaño ruido no era algo parecido a lo ocurrido pocos días antes de su cumple. Entonces, no hacía más de tres meses, todo empezó como un cierto debilitamiento general del cuerpo. El niño se levantó un día, esto lo hacía cada día, y tras estirarse debidamente y asearse notó que el dedo meñique de su pie izquierdo parecía diferente. Más flojo, como demasiado ajeno al resto de dedos y al pie. No le dió mucha importancia y continuó poniéndose la ropa para ir al cole. Una pierna del pantalón y luego la otra. Pero al volver casi sin darse cuenta sobre el pie izquierdo para ponerse las botas ya no sentía nada. Ahora ni dedos ni empeine ni tobillo ni puente ni palma eran suyos. El pie no era de nadie, quizá, de esto no estamos seguros, ni siquiera del propio pie. Tan lejano estaba. Pero aún entonces Ernesto no se atemorizó. “Se me habrá dormido pero aún así seguro que puedo sentir la tierra al andar” pensó y comenzó a zarandear el pie cogiéndose del gemelo. Pero su optimismo se tornó cuando ya tampoco el gemelo respondía. Le siguieron rodilla y pierna entera hasta cadera. Después, inmediatamente, comenzó el otro pie. El problema no fue que con este extrañamiento absoluto y continuo de su propio cuerpo Ernesto quedara inmóvil, como paralizado del todo. No. Si de algo tenía ganas era de moverse todo el rato de aquí para allá, tal vez no para permanecer mucho tiempo pero sí para presenciar cuantos más detalles inesenciales, gentes y sitios exóticos, mejor. El problema, pues, venía por esa distorsión del apetito que no empezaba a permitir, por ejemplo, que Ernesto deseara ir al cole aquella mañana. Su ánimo se debilitaba a cada paso del debilitamiento de su cuerpo. Pero como el avance avanzaba, es lo que tiene, poco a poco y aún no había alcanzado su hígado ni cabeza, pudo gritar en busca del auxilio de sus padres. Angustia. En el minuto que tardaron sus padres en llegar Ernesto pudo sentir como su cuerpo se enajenaba completamente, sentir cómo podía dejar de percibir allí donde se retiraba el sentimiento. Una sombra que en el borde infranqueable y de difícil regreso, una vez franqueado, que separa luz y oscuridad no deja percibir que lo queda más allá de la luz es inhabitablemente abrasado por el fuego que pertenece a la sombra absoluta de la oscuridad. Pero dejó de ser y entonces todo parecía normal. Conocido como usual. Era un niño sin cuerpo, un riquísimo automata.

En aquella ocasión le salvó el que sus padres, perfectos conocedores de su hijo, precisamente, no pudieran re-conocerlo y optaran por llamar a las “Urgencias sanitarias” para ver si, al menos, la alta fiebre y los mocos podían desaparecer. Que el doctor Guzmán concluyera su diagnóstico recomendando más potasio en la dieta del niño y unas pastillas para bajar la fiebre, casó muy bien con la coincidencia entre el tiempo pronosticado de recuperación y el momento en que Ernesto comenzó a re-sentirse a sí mismo y, sobretodo, con que el diagnóstico fuera una gripe estacional. “Unas pastillas, un poco de tiempo y todo se arreglará”, ¿sería válida esa receta tan tonta ahora también para hacer desaparecer los ruidos?
Ernesto corrió a la bilblioteca del hogar y cogió un par de manuales de anatomía que andaban por allí. “Tal vez sea alguna inflamación del caracolillo o una infección del timpano, pero entonces debería oler mal…” y de nuevo sonó otro ruido enorme. Muy seco y rotundo pero con un ligero eco al final. Como un gigante llamando a una gran y gruesa puerta de madera. Ya estaba claro, venía de la pared de enfrente. Pero nadie vivía allí. Ernesto y su familia, muy a su pesar, no tenían vecinos.

Claro que era imposible que no hubiera vecindad. Pero no había vecinos. Ruido vivo de fondo. Tal vez por lo grueso de la pared. Tal vez, sí de nuevo, por alguna infección bacteriana. O, tal vez, es que todo aquello, sin más, olía fatal. Demasiado como para que apareciesen nuevos inquilinos del espacio lateral. Incluso en alguna ocasión, realmente sólo en una pero durante un buen rato, Ernesto lo había echado en falta. Entonces se debatía entre dos espinas desiguales. Primero se preguntaba rigurosamente por la necesidad de vivir con otros. Le encantaba vivir con sus padres y su hermana Sonia pero, ¿cómo sería vivir absolutamente sólo? Horrible, ni una piedra alrededor. No se detenía ahí mucho tiempo. Su imaginación valía para asuntos más interesantes, más pensables. Prefería preguntarse por qué tipo de vecino sería mejor. Unos que habitaran con animales o que tocasen algún instrumento musical estarían bien. Incluso los dos a la vez. Como cuando encontró cerca de su hogar a una cabra que se subía a una silla mientras alguien tocaba la trompeta. El espectáculo terminaba con la cabra, ya bajada de la silla, enlazando algunas notas en un teclado eléctrico. Pezuña a pezuña, no sonaba mal del todo. Mùsica animal. A Ernesto le parecía un nuevo estilo musical que podría enriquecer la vecindad.

Sus padres también echaban en falta tener vecinos. Más bien fantaseaban con la falta porque nunca los habían tenido. Ellos eran más de acordarse de ellos, de su ausencia, cuando algo básico faltaba. La falta, en realidad, era la necesidad de un poco de arroz, una pizca de sal o un cubo de agua. Así, los vecinos, la comunidad de vecinos, sería no mucho más que una sociedad fea de interesados. “Para únicamente eso, mejor estar solos” decía Ernesto a sus padres el día de invierno que hablaron de ello. Porque si en algo estaban de acuerdo era en el calor que da la vecindad. Eso les unía. Unos buenos vecinos dan calor. Calor calórico y calor luminoso. Aunque les parecía que el más importante era el segundo. Y no es que su hogar estuviera especialmente bien aislado térmicamente del exterior. Siempre, en invierno, andaban por casa con una manta o una rebeca de lana gorda y bolas aún más gordas por encima. Lo que ocurría es que de esos dos calores uno dependía del otro, y éste se podía asumir como incluído necesariamente en su idea de “hogar”. Sobretodo por las restricciones del calor calórico. Calor humano. Calor de ausencia de cuerpo con ausencia de cuerpo. Calor de aglutinación y pérdida de espaciación y distancia. El incumplimiento perfectamente coherente y cumplido de la regla de inversión porporcional entre la distancia del foco y la intensidad del flujo. Y es que sin dirección privilegiada de propagación cualquier espacio era tomado instantaneamente. Delimitado por la energía en fuga. Ocupación en la que lo ocupante, el calor, se esfuma en-con la ocupación. Una invasión cobarde. “Qué caliente, un paso atrás y otro y otro y dejará de sentirse el calor de mi cuerpo, mejor pégate bien...” se podría también decir alguien, muy doblado, a sí mismo. El objetivo era la delimitación de la unidad de calor. Sin posibilidad de adición y sin interés por la potenciación mutua. Cuanto más con-fundidos los cuerpos mejor. Ni siquiera era necesario acudir a una manifestación para ello. Con pasar algo de frío en cualquier lugar era suficiente. Muy diferente al calor lumínico. Su “toque” era distancia, la necesitaba. Estoy ahí frente a ti. Te veo. Luego somos. Veamos pues qué somos. Incluso arropados por una manta. Pero veámoslo. Seamos, de hecho, vecinos o lo que sea. Pero seamos ya algo seriamente.

Por suerte Ernesto y su familia sí situaban el calor calórico, muy útil para calentar una lata de fabada o un café en la manaña, supeditado al calor lumínico. De hecho, el padre de Ernesto, ya con la noche casi echada, se levantó de su estudio para calentar café del que había sobrado en la sobremesa de la tarde.
Sonó por tercera vez un ruido gigantesco. Ahora seriado en cuatro más pequeños, muy seguidos. Casi al límite del umbral del discernimiento de la escucha diferenciada. El padre de Ernesto tiró la taza de café al suelo. Llegó corriendo y tomó su brazo, “¿dónde está tu hermano?, ello está aquí, ha vuelto...”. En pocos segundos siete personas adultas irrumpieron en su hogar. “Abandonen el puente, no pueden pernoctar en esta zona pública de paso. Tenemos la sentencia de la junta de barrio, porfavor no pongan resistencia y márchense...” sugirió uno de ellos mientras otro cogía a Ernesto y lo sacaba en brazos hacia la arboleda cercana. Apoyado en él, Ernesto trató de comprender qué arbol de la arboleda sonaría como aquel señor. “Bueno, tal vez haya también árboles mudos...” pensó y apartó la oreja del pecho del agente para poder escuchar mejor la tierra entre las raíces de los árboles.


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