Sugerir
que de entre los ruidos in-habituales que uno podría encontrar en el
hogar se encuentran los inesperados, además de deslinadarse de la
consideración según la cual una casa es poco más que un habitáculo
compuesto de materiales varios, vidrio, metal, cemento y ladrillo,
por ejemplo, no tendría el gran eco que tal vez sí supondría
reconocer que de aquellos ruidos inesperados no todos habrían de ser
des-conocidos y muchos menos asustar. El susto, por ser tan mío,
siempre al final. Incluso si el susto, y por tanto la urgencia, eran
enormes. No había dudas en esto para Ernesto. Siempre necesitaba
escucharlo de nuevo. Escuchar la causa del susto a través de una
pregunta formulada a y con otro, habitualmente su familia. Si el
fregadero no tragaba o el agua de lavarse las manos y la cara estaba
muy frío, nada cambiaba. Aunque claro, y con esto ciertamente no se
dice demasiado, es decir, no se dice nada que no estuviera ya dicho,
había sustos y sustos, ruidos y ruidos. En particular, y es dudoso
que fuera lo que ocurrió ese martes trece de septiembre en casa de
Ernesto, hay ruidos que consiguen la inversiones más terribles. Que
lo alto parezca bajo, y lo bajo indiferente. Lo curioso y grave es
que aunque, así visto, la situación de que el ruido asustase
parecía casi insiginificante, un síntoma secundario, la
in-significancia embebida del síntoma secundario permitía que el
susto dejara de ser tomado como secundario y como síntoma, y que,
una vez normalizado y operando a sus anchas, las únicas de hecho
posibles, ciertamente tan sólo asustase.
Esa
tarde un enorme estruendo sonò en la vivienda. Podía
venir del techo o de las paredes laterales. Ernesto no lo sabía. La
planta de arriba estaba vacía desde que él y su familia vivían
allí. Era un lugar de paso. Asegurar cuánta gente, en principio
diferente, se había dejado caer por el piso de arriba en los últimos
meses resultaba imposible. La única huella que quedaba de cada uno
de los fugaces habitantes de esa planta era un chasquido, a lo sumo
un chirrido similar al arrastre de un mueble pesado. Continuo pero no
muy estridente. La huella sonora de una marca en un nivel superior
como prueba de paso que sella un “de-a-dónde” secuencial, tanto
“vengo” como “voy”. Un uso y un paso excesivo de la
habitación que, por ello, dejaba de ser habitable. Ante todo veloz.
Tanto que en ocasiones, cuando no había colegio, Ernesto se quedaba
mirando duranto largos ratos las figuras de una arboleda cercana y
atribuía a cada especie de árbol un ruido de los que sonaban en la
planta de arriba. No le quedaba otra, y aún sin ser así lo hubiera
hecho, que terminar uniendo diferentes ruidos, aún muy distintos, al
mismo árbol. “Ese sauce suena gentil, decaído, sí, y toca el
suelo con las mismas ramas que apuntan a las nubes y al resto de
sauces… son hojas enormes… unas miran sólo al suelo, otras
observan a las que miran al suelo y otras rozan el aire arriba del
árbol… su sonido es tan largo y tan ancho que cuesta separarlos…
es un bloque continuo sonoro, una apisonadora jovial… cobijo… y
aquellos otros, cipreses, sí claro, qué áspero y arrojadizo son…
sube demasiado, allí hace frío… el viento corta a ráfagas…
corta y silba muy alto… medio segundo de paso, no más y otro más…
se están yendo sin agitarse mientras silban…”, concluía Ernesto
más de una vez.
Pero
aquel ruido era muy distinto. Nada parecido a esos pisotones de
fantasmas bailarines de balls. Ernesto sintió miedo. Raro en él. Un
miedo abrasivo. Sin rabia pero con una capacidad de extensión
fulminante. Percibía el sonido y ya estaba todo el cuerpo
paralizado. Nunca el aparato nervioso funcionó tan bien y, cuando el
ruido se repitió en forma de silbido atronador, sólo a cambio de un
excesivo esfuerzo muscular Ernesto pudo llegar hasta el rincón de
lectura de su padre. “Papá, papá…” pudo decir con una
debilísima fuga de aire orientada.
El
hecho de que el padre, estando tan atento y entregado como estaba al
aprovechamiento de los últimos rayos de sol para acabar el capítulo
siete de “El vino del estío”, tuviera la capacidad perceptiva
suficiente como para escuchar el quejido de su hijo y, sin embargo,
afirmara no haber percibido ningún ruido extraño en toda la tarde,
más que sorprender a Ernesto le hizo plantearse si todo aquello del
extaño ruido no era algo parecido a lo ocurrido pocos días antes de
su cumple. Entonces, no hacía más de tres meses, todo empezó como
un cierto debilitamiento general del cuerpo. El niño se levantó un
día, esto lo hacía cada día, y tras estirarse debidamente y
asearse notó que el dedo meñique de su pie izquierdo parecía
diferente. Más flojo, como demasiado ajeno al resto de dedos y al
pie. No le dió mucha importancia y continuó poniéndose la ropa
para ir al cole. Una pierna del pantalón y luego la otra. Pero al
volver casi sin darse cuenta sobre el pie izquierdo para ponerse las
botas ya no sentía nada. Ahora ni dedos ni empeine ni tobillo ni
puente ni palma eran suyos. El pie no era de nadie, quizá, de esto
no estamos seguros, ni siquiera del propio pie. Tan lejano estaba.
Pero aún entonces Ernesto no se atemorizó. “Se me habrá dormido
pero aún así seguro que puedo sentir la tierra al andar” pensó y
comenzó a zarandear el pie cogiéndose del gemelo. Pero su optimismo
se tornó cuando ya tampoco el gemelo respondía. Le siguieron
rodilla y pierna entera hasta cadera. Después, inmediatamente,
comenzó el otro pie. El problema no fue que con este extrañamiento
absoluto y continuo de su propio cuerpo Ernesto quedara inmóvil,
como paralizado del todo. No. Si de algo tenía ganas era de moverse
todo el rato de aquí para allá, tal vez no para permanecer mucho
tiempo pero sí para presenciar cuantos más detalles inesenciales,
gentes y sitios exóticos, mejor. El problema, pues, venía por esa
distorsión del apetito que no empezaba a permitir, por ejemplo, que
Ernesto deseara ir al cole aquella mañana. Su ánimo se debilitaba a
cada paso del debilitamiento de su cuerpo. Pero como el avance
avanzaba, es lo que tiene, poco a poco y aún no había alcanzado su
hígado ni cabeza, pudo gritar en busca del auxilio de sus padres.
Angustia. En el minuto que tardaron sus padres en llegar Ernesto
pudo sentir como su cuerpo se enajenaba completamente, sentir cómo
podía dejar de percibir allí donde se retiraba el sentimiento. Una
sombra que en el borde infranqueable y de difícil regreso, una vez
franqueado, que separa luz y oscuridad no deja percibir que lo queda
más allá de la luz es inhabitablemente abrasado por el fuego que
pertenece a la sombra absoluta de la oscuridad. Pero dejó de ser y
entonces todo parecía normal. Conocido como usual. Era un niño sin
cuerpo, un riquísimo automata.
En
aquella ocasión le salvó el que sus padres, perfectos conocedores
de su hijo, precisamente, no pudieran re-conocerlo y optaran por
llamar a las “Urgencias sanitarias” para ver si, al menos, la
alta fiebre y los mocos podían desaparecer. Que el doctor Guzmán
concluyera su diagnóstico recomendando más potasio en la dieta del
niño y unas pastillas para bajar la fiebre, casó muy bien con la
coincidencia entre el tiempo pronosticado de recuperación y el
momento en que Ernesto comenzó a re-sentirse a sí mismo y,
sobretodo, con que el diagnóstico fuera una gripe estacional. “Unas
pastillas, un poco de tiempo y todo se arreglará”, ¿sería
válida esa receta tan tonta ahora también para hacer desaparecer
los ruidos?
Ernesto
corrió a la bilblioteca del hogar y cogió un par de manuales de
anatomía que andaban por allí. “Tal vez sea alguna inflamación
del caracolillo o una infección del timpano, pero entonces debería
oler mal…” y de nuevo sonó otro ruido enorme. Muy seco y rotundo
pero con un ligero eco al final. Como un gigante llamando a una gran
y gruesa puerta de madera. Ya estaba claro, venía de la pared de
enfrente. Pero nadie vivía allí. Ernesto y su familia, muy a su
pesar, no tenían vecinos.
Claro
que era imposible que no hubiera vecindad. Pero no había vecinos.
Ruido vivo de fondo. Tal vez por lo grueso de la pared. Tal vez, sí
de nuevo, por alguna infección bacteriana. O, tal vez, es que todo
aquello, sin más, olía fatal. Demasiado como para que apareciesen
nuevos inquilinos del espacio lateral. Incluso en alguna ocasión,
realmente sólo en una pero durante un buen rato, Ernesto lo había
echado en falta. Entonces se debatía entre dos espinas desiguales.
Primero se preguntaba rigurosamente por la necesidad de vivir con
otros. Le encantaba vivir con sus padres y su hermana Sonia pero,
¿cómo sería vivir absolutamente sólo? Horrible, ni una piedra
alrededor. No se detenía ahí mucho tiempo. Su imaginación valía
para asuntos más interesantes, más pensables. Prefería preguntarse
por qué tipo de vecino sería mejor. Unos que habitaran con animales
o que tocasen algún instrumento musical estarían bien. Incluso los
dos a la vez. Como cuando encontró cerca de su hogar a una cabra que
se subía a una silla mientras alguien tocaba la trompeta. El
espectáculo terminaba con la cabra, ya bajada de la silla, enlazando
algunas notas en un teclado eléctrico. Pezuña
a pezuña, no
sonaba mal del todo. Mùsica animal. A Ernesto le parecía un nuevo
estilo musical que podría enriquecer la vecindad.
Sus
padres también echaban en falta tener vecinos. Más bien fantaseaban
con la falta porque nunca los habían tenido. Ellos eran más de
acordarse de ellos, de su ausencia, cuando algo básico faltaba. La
falta, en realidad, era la necesidad de un poco de arroz, una pizca
de sal o un cubo de agua. Así, los vecinos, la comunidad de vecinos,
sería no mucho más que una sociedad fea de interesados. “Para
únicamente eso, mejor estar solos” decía Ernesto a sus padres el
día de invierno que hablaron de ello. Porque si en algo estaban de
acuerdo era en el calor que da la vecindad. Eso les unía. Unos
buenos vecinos dan calor. Calor calórico y calor luminoso. Aunque
les parecía que el más importante era el segundo. Y no es que su
hogar estuviera especialmente bien aislado térmicamente del
exterior. Siempre, en invierno, andaban por casa con una manta o una
rebeca de lana gorda y bolas aún más gordas por encima. Lo que
ocurría es que de esos dos calores uno dependía del otro, y éste
se podía asumir como incluído necesariamente en su idea de “hogar”.
Sobretodo por las restricciones del calor calórico. Calor humano.
Calor de ausencia de cuerpo con ausencia de cuerpo. Calor de
aglutinación y pérdida de espaciación y distancia. El
incumplimiento perfectamente coherente y cumplido de la regla de
inversión porporcional entre la distancia del foco y la intensidad
del flujo. Y es que sin dirección privilegiada de propagación
cualquier espacio era tomado instantaneamente. Delimitado por la
energía en fuga. Ocupación en la que lo ocupante, el calor, se
esfuma en-con la ocupación. Una invasión cobarde. “Qué caliente,
un paso atrás y otro y otro y dejará de sentirse el calor de mi
cuerpo, mejor pégate bien...” se podría también decir alguien,
muy doblado, a sí mismo. El objetivo era la delimitación de la
unidad de calor. Sin posibilidad de adición y sin interés por la
potenciación mutua. Cuanto más con-fundidos los cuerpos mejor. Ni
siquiera era necesario acudir a una manifestación para ello. Con
pasar algo de frío en cualquier lugar era suficiente. Muy diferente
al calor lumínico. Su “toque” era distancia, la necesitaba.
Estoy ahí frente a ti. Te veo. Luego somos. Veamos pues qué somos.
Incluso arropados por una manta. Pero veámoslo. Seamos, de hecho,
vecinos o lo que sea. Pero seamos ya algo seriamente.
Por
suerte Ernesto y su familia sí situaban el calor calórico, muy útil
para calentar una lata de fabada o un café en la manaña,
supeditado al calor lumínico. De hecho, el padre de Ernesto, ya con
la noche casi echada, se levantó de su estudio para calentar café
del que había sobrado en la sobremesa de la tarde.
Sonó
por tercera vez un ruido gigantesco. Ahora seriado en cuatro más
pequeños, muy
seguidos. Casi al límite del umbral del discernimiento de la escucha
diferenciada. El padre de Ernesto tiró la taza de café al suelo.
Llegó corriendo y tomó su brazo, “¿dónde está tu hermano?,
ello está aquí, ha vuelto...”. En pocos segundos siete personas
adultas irrumpieron en su hogar. “Abandonen el puente, no pueden
pernoctar en esta zona pública de paso. Tenemos la sentencia de la
junta de barrio, porfavor no pongan resistencia y márchense...”
sugirió uno de ellos mientras otro cogía a Ernesto y lo sacaba en
brazos hacia la arboleda cercana. Apoyado en él, Ernesto trató de
comprender qué arbol de la arboleda sonaría como aquel señor.
“Bueno, tal vez haya también árboles mudos...” pensó y apartó
la oreja del pecho del agente para poder escuchar mejor la tierra
entre las raíces de los árboles.
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