jueves, 29 de agosto de 2013

Capítulo décimo-sexto de una serie de relatos autónomos y articulables entre sí

por Jose Luis Díaz Arroyo - El Faro Crítico

            Resultó ser que sí cuando el espectro apariencial del no, con la espesa distensión de su soledad, sugirió que tal vez la mejor solución para no romper la unidad, ante todo monetaria, del grupo, era la excéntrica y no pactada rebelión de unos pocos que confundían las “eses” con las “enes” cuando se encontraban en una misma oración las palabras “sí” y “no”. Había que comer y los medios importaban a medias. En particular únicamente valían si estaban medio llenos. Un vaso, un plato o una copa. Siempre rotos pero medio llenos. De ahí se podían seguir muchas líneas y no todas permitían hacer notar sin eliminar los diversos tipos de trazado. Trebor, por ejemplo, daba más importancia a que la cosa-medio fuese de vídrio y que estuviera rota en pedazos. El mismo suelo podía servir para quebrar así que no pudo evitar, al recoger los trozos rotos del vaso medio lleno que acababa de caer, fijarse en que la cara que aparecía en los billetes de siete Peseuros había cambiado. El billete también estaba en el suelo, bajo unas cáscaras de pipa, unos cristales, o tal vez envolviendo a las semillas de pipa que no se veían. En él había un señor con bigote frondoso pero bien perfilado. Su rostro era jovial y el bigote cobraba un gran volumen en escala de azules pero la imagen del caballero, probablemente algún personaje de otra época con muchos méritos que jamás aspiró a formar parte del fondo impreso de un papel tan manoseado, tenía un punto especialmente llamativo en la cara. Un lunar de color rojo. Trebor se miró el dedo y rápido lo metió en la boca para evitar que siguiera goteando sangre. El billete se quedó pálido en el suelo. Ya no tenía valor porque estaba entero.
            Y es que eran mucho más importantes los pedazos diseminados del vaso quebrado, principalmente pero no en exclusiva, porque antes de romperse estaba medio lleno. Eso valorizaba los trozos. Ahora cada pedazo conservaba al menos una muesca del contenido que antes daba sentido al recipiente entero aunque sólo llenara su mitad interna. ¿Y si lo que llenase el recipiente no fuera un líquido? Trebor probó a llenar una copa de balón con azucar mas, y ya con ella en lo alto y a punto de estamparla contra el suelo, la volvió a dejar sobre la mesa. “No, así seguro que no funciona, tiene que ser un fluido fino y sutil pero duro, no líquido mas fluyente y que pueda hacer dano a quien se atreva tocarlo, tal vez arena...”. La respuesta era sencilla porque, en cualquier caso, a Trebor le chiflaba la arena y la oscuridad midiente. Por eso, porque cuando sus lágrimas se secaban en la arena a Trebor no le importaba que ya fuera de noche, nunca temía seguir llorando ni que el reflejo de la luna en los ojos de la amada, aún empeorado por la ausencia de lágrima en ella, fuese necesario sólo porque el paisaje reflejado pudiera mostrar la profundidad de los cráteres abiertos en la cara visible lunar como tendentes al espejo sin imagen que suponía su cara oculta, es decir, no temía seguir llorando porque no había amada y sí luna invisible enfrentada a la arena. De día o de noche. Aunque él prefería la noche para ir a la playa. Casi siempre sentado sobre ella. Casi siempre mirando hacia el lado contrario al mar para forzar la escucha del quiasma de la brisa con la reserva de la vista en la ciudad. Por un lado, hacia delante, luces ruidosas sobre un fondo contaminado de oscuridad, por el otro, ya detrás, ruido luminoso, algunas piedras erosionadas que hablaban y una caída en horizontal.
            Antes de ir a una cala cercana en busca de arena llamó a su amigo Matías.
- ¿Mati...?, ¿dónde estás?, hay que hacerlo ya...
- Trebor, todavía son las seis de la tarde...
- ... ya, pero no podemos esperar más, tiene que ser ahora...
- ...así no te prometo nada...
- ... vale, no lo hagas pero ven para mi casa...
- ...
- ...¿cuánto crees que tardarás...?
- No sé, unos veinte minutos...
- Entonces no me da tiempo a ir a por arena gruesa...
- Arena gruesa... está bien pensado... venga, iré yo mismo, me pilla de paso, tú espérame en tu casa...
- Vale, iré preparando todo.
            Y por supuesto que lo primero que hizo Trebor tras colgar a Matías fue no sólo quitar las bombillas y bajar hasta el máximo todas las persianas de la casa sino, y esto ya le llevó bastante más tiempo, cubrir los cinco espejos del hogar con mantas bien gruesas. “Listo, a ver si llega...” se dijo confiado mientras expiraba profundo. Por fin se sentó con cierta tranquilidad en los tres últimos días. Quedaba esperar a su amigo. Tanto confiaba en Matías, en su pericia en cuestiones de luces, sombras y arena, porque durante bastante tiempo se había dedicado a la fotografía. Primero lo hizo como modelo al uso, después como modelo huidizo y por último como fotógrafo y visor de oscuridades. Y eso que aun cuando era un modelo al uso, sus usos eran muy poco usuales. Los primeros pinitos de Matías en el mundo de la fotografía habían sido como modelo figurativo para cartelitos de puerta en baños de bares góticos y siniestros. Le utilizaban, dada la ambigüedad sexual que introducía la gruesa capa de maquillaje junto a la indistinción forzada por la necesaria poca luz ambiental del estudio fotográfico, tanto para el cartelito del baño de chico como para el de chica. Además en esas condiciones, con poca luz ambiental constante y una potente frontal subitánea, se desvelaba su punto fuerte, su gran capacidad para desconstreñir la pupila en condiciones de poca luminosidad ambiental. De modo que sus ojos rojos naturales eran populares en bares y discotecas oscuras, y los fotógrafos para cartelitos de baños se peleaban por sus posados. También ayudaba en el encuadre su enorme lengua, conjuntada por supuesto con el rojo de su fondo de ojo. Todo natural, un auténtico portento. Pero comenzó a ocurrir que en sus posados, por mucho y mucho que se abriera obturador y aumentara tiempo de exposición, su cuerpo cada vez salía más vago en las fotos, con menos constraste respecto al fondo, fuese cual fuese. Los especialistas en el asunto, filósofos y ópticos principalmente, le recomendaron que se cuidara a sí mismo con otros para mejorar el tejido molecular posibiltante de sus entrelazamientos, es decir, que dejara de tomar el sol en soledad e hiciera ejercicio y, ya de paso, aprovecharara para explorar la mímesis sobre-en fondos fluyentes no desfondados con el claro fin de, gracias a esa capacidad recientemente adquirida de ser visto mas no ser visto del todo en el sobredistanciamiento respecto a un fondo, investigar y diferenciar bien el “sobre” del “en” y del “con”. Un nuevo estilo de vida entre sombras. Además fue a favor de ese giro que la fotografía barroca no estuviera en apogeo, la luna sí, para que tuviera que, ya sin empleo, casa ni calderilla, vagabundear de aquí para allá en círculos mas en sentido contrario a la salida del sol como condición de que cuando el sol saliera de nuevo cada vez, él mismo no se confundiera con su propia sombra. De este modo conoció a otras sombras marginales no excluidas del todo, sólo del mundo de la fotografía. Conoció a Trebor y comenzaron poco a poco, bajo puentes escondidos, a trazar líneas, márgenes, fronteras, bordes, aristas y junturas que no sirvieran ya sólo para gente hábil en la huida del aprieto como funambulistas, pero tampoco en las que entrara cualquiera sin más como si una línea divisoria discontinua fuese propia en exclusiva de una autopista, de peaje o no, como si lo natural fuese el que cada pedazo discontinuo mantuviera la misma continuidad interna del conjunto como parte permitiendo que uno cualquiera, tal vez el más cualquiera, yo mismo, dentro de ciertas normas (auto)impuestas compartidas, dispusiera de todo, faltaría más, en su coche al gusto. Ellos comenzaron a vivir en las calles.
            Y sin embargo que de lo que se tratase entonces fuera de, principalmente dado el terrible estado de lo político global que no cesaba de englobar, buscar de entre las dos aceras que bordeaban, constituían y delimitaban una calle en cuál de ellas se proyectaba más sombra para, en los días de sol muy a medio día, hallarse en el mejor lugar posible para hablar con tranquilidad y sin prisas, chocó con que lo que empezó siendo un ajuste de sus necesidades básicas orientado a un proyecto común de vidas claroscuras no englobantes ni con-tinentes, terminara siendo un continuo ajuste con sus más y menos respecto a algo externo. Algo falló y terminaron en un pueblo abandonado con otras sombras luminantes cuya expresión, una privilegiada desde luego pero no la única, de su opaca luminancia era el uso de moneda local para intercambios mercantiles internos y de austeridad y solidaridad para obtención de bienes externos, cuando tanto la imposibilidad de un algo externo y separado absoluto respecto a su grupo como el hecho nada desdeñable de que la relación con eso externo, fuese lo que fuese mas relativo en general, fuera de satisfacción solidaria del requerimiento de, por un lado, bienes materiales, aún de un modo mínimo tecnológicamente elaborados, y, para el otro, de un campo lúdico de ocio donde educar justamente en valores solo importaba desarrollo de mida, es decir, la posibilidad de que cualquier cosa se supeditara
 como un mal presagio o una señallidariamente masturbatorios a su prole y a ellos mismos, resultara tan evidente en el grupo que pudiera aparecer cuando el acabamiento del grupo ya concomía sus presentes.
            Trebor y algunos amigos tenían hambre, las cosechas y el clima, además de algunas plagas inesperadas, no favorecieron la recogida, pero eso, lejos de considerarse como un mal presagio o una señal y aviso de la posible destrucción de su población o de la necesidad de un giro a otro lugar, hizo que sin más la situación fuera de destrucción, la mostración de la destrucción en la que ya se estaba. Por eso, porque el hambre regía en la situación, apareció la posibilidad de hacer cualquier cosa por comida, es decir, la posibilidad de que cualquier cosa se supeditara a la consecución de subsistencia y conservación a secas. Por ello también, y aunque las conductas materiales se mantenían tal y como venían siendo en el grupo, daba muy igual en qué o cómo se estaba, pues sólo importaba el desarrollo de estrategias para la obtención de alimentos, incluido, una vez asentado el uso interesado de la separación entre verdad y falsedad, el timo.
            Y no otra cosa que un timo es lo que Trebor y Matías planeaban llevar a cabo. El timbre de la puerta sonó una vez.
- Has tardado en llegar...
- Disculpa, pero el acceso a la cala estaba lleno de gente, no conocía a nadie... había niños adultos y muchos viejos, hacían mucho ruido... oye, ¿y qué pasa aquí? no hay apenas luz...
- Cerré todas las ventanas y tapé los espejos.
- ¿Pero te crees que somos vampiros o qué?, tú sí que estás un poco blancucho, pero el moreno de mi piel descarta que pueda ser tan siquiera fotofóbico...
- Vale, vale, pensé que ayudaría...
- No, y Trebor... no sé por qué te ayudo en esto... va contra lo que somos...
- Sabes que no hay otra salida... será sólo esta vez, una pequeña cantidad... lo justo para no desestabilizar nada que no lo estuviera ya... lo justo para aguantar hasta que la época de recolección del albaricoque, ya sabes cómo tengo los árboles de cargados este año...
- Podrías proponer la cuestión en la asamblea, una ayuda especial...
- ¡No!, ya sabes que lo he hecho dos veces y nada... están demasiado centrados en mejorar las relaciones de intercambio con los grupos al otro lado de la montaña, establecer redes y... si lo pido de nuevo seguro que alguien propone que abandone el pueblo... Mati, sabes que si hubiera otra opción no te lo pediría... po favor, yo no puedo hacerlo solo...
 - ...
            Matías cogió una de las botellas vacías que Trebor tenía preparada encima de la mesa del cuarto de estar. No era muy grande, de poco más de un litro y alargada. Sacó de su mochila un saquito de esparto lleno de arena e introdujo la botella boca abajo dejando que se llenara más o menos hasta la mitad. Tomando por bueno ese más o menos, elevó la botella en el aire, ya fuera del saco, y miró a través suyo buscando las pocas espigas de luz que la ventana cercana dejaba pasar. Agitó un poco la figura, y tras asentir con la cabeza, la dejó caer en el suelo. La botella se hizo añicos y Trebor se abalanzó a por ellos. Matías le detuvo con el brazo y susurró “aún no...”.

Era opaco en el cielo, sin color, y dio un paso a un lado. Palpitaba de frío una rama. Vibraba un tallo y una hoja. Sus rasgos, que se esparcían severamente del centro a la periferia, sólo eran visibles a trasluz como enjambres de capilares. Cayó y se mecía en el aire en la caída. Zarandeaba el planeta entero, su atmósfera oleosa, en un viraje chirriante hasta el suelo. Pero el suelo no llegaba. El planeta empujaba a la espera.
                 
Atronador como dos nubes blancas que se chocan fue la venida. Uno penetraba en el otro con facilidad. El deseo acolchaba los bordes y permeabilizaba su ser. Sólo había uno y era de los dos. Eran los dos. Y el tiempo acompanaba. A la hora prevista ocurrió. De uno a otro. Las nubes oscurecieron el día. Permanecían negras. Y un relámpago abrió el cielo mientras llovía.

La tierra gritó agradeciendo la alegría. Desde antes se percibió. Por suerte el substrato húmedo olía tiempo atrás. Y un chorro de agua manaba de lo bajo y hacía pensar a la roca con su espuma. Las piedras ya pensaban. La bruma aclaraba el entorno. Esparcía flores de piedra por doquier. Una asumción. El sonido del brillo en el vizqueo de una mariposa nocturna.

El definitivo encuentro quedó registrado. Ese instrumento que sonó para llamar no molestó la escucha de su aleteo. Acudieron tanto peces como liebres. Cada uno escuchaba en su lugar. Mientras, un bùho saludaba a la noche y algunos àrboles negociaban con el sol las sombras del proximo dìa. Se detuvo el baile. La mùsica aumentó. Ya sòlo se escuchaba a la hoja en contacto con el suelo. Su reflejo en los ojos de un compañero. Un son vidrioso.

            El son duró dos minutos y medio a pesar de que, y ya que los posos valorizantes de arena negra necesitaban del reposo para posarse en los pedazos rotos y desperdigados por el suelo del cuarto de estar de Trebor, el reposo no se contara en minutos aunque de hecho siempre durase más o menos el tiempo medio que se tarda en leer un poema que lleva en leerse dos minutos y medio. Pero allí el único que leyó y duró en el quebradizo filo de los cristales fue Matías. Trebor, forzado, esperaba y lo hacía del mismo modo que quien aguarda y coteja el mayor o menor tamaño de los cristales o sus diversas formas una vez ya ha confirmado, antes de la aparente ruptura del vaso, no sólo que la habría sino que, que en efecto no la hubiese tras la caída, fuera tan sorprendente y milagroso como esperar que de una serie de lanzamientos de un objeto con cierta estructura interna amorfa y externa simétrica pero no regular contra el suelo, sin obstar que la fuerza inicial de lanzamiento, la trayectoria del desplazamiento hasta la superficie de colisión y la misma superficie de colisión se mantuvieran constantes en cada caso de la serie en sus valores relevantes para la cuestión, obtuviésemos de un millón de lanzamientos si quiera uno en el que los pedazos fueran todos idénticos entre sí o siquiera dos casos en los que se repetiría de manera idéntica el patrón de tamano y forma de los pedazos. Matías no iba por ahí por eso dedicó su oración al filo, a lo sagrado del carácter contradictorio de su corte y a la peligrosa lidia que suponía el hecho de que, puesto que el único modo en que cortaba lo que corta en ese caso fuese mediante el agarre y manipulación en, justamente, un filo pseudo-idéntico al que habría de cortar cuando cortase lo que corta, la sangre manchara y considerásemos que estaba mejor en venas y arterias que en ningún otro sitio. Era sin embargo Trebor quien consideraba que mucho mejor contenida allí y, de estar fuera, mejor que la mía estuviera junto a la de otro con el otro lo más tranquilito posible. Yo con él. Ambos contenidos en un filo asimétrico cortante que nos nivela y lleva a nuestra mutua injusticia. Y todo por la tele. También descontenido en ella. Lo interesante de los pedazos, incluso para Trebor, no podia ser pues sólo que cortasen o no, ni si quiera que hubiera que agarrar sí o sí a alguno de ellos en cualquier caso, aunque cupiesen casos extremos de lo más atractivos que barajó mientras buscaba la escoba y el recogedor de mano. Como por ejemplo que el que cortara cortase a un otro que fuese él mismo, que, por ejemplo, la mano derecha se cortase al tomar un pedazo de cristal del suelo y a la vez cortara a la mano izquierda del mismo cuerpo. Preciosa e idéntica estupidez. Sólo había que hacer cada vez mayor el cuerpo para incluir en él cada vez a un otro más distanciado. Al final todos y todo podrían pertenecer al mismo cuerpo, sangrar con la misma sangre, ser sesgados por el mismo filo. Incluso el delicado extremo del suicidio no se escaparía a la contención al olvidar la gracia de los pedazos rotos que no sólo cortan. Muertes. ¿O no era la misma muerte la propia en vida de una vida triste y diluida, muy ajetreada y sonriente, como la de un trozo de cristal cortante que no corta sino tras haber desgarrado en el agarre, que la de alguien que habiendo hecho ya uso del cristal encuentra un hueco privilegiado en su propio cuerpo ya muerto, ya sesgado, ya vacilante entre sangre, que descomponga lo que antes entonces sólo se unía por defecto de nacimiento, por nacimiento prematuro fuera de su tiempo?
            “Aquí tienes... espero que vaya bien” dijo Matías poco antes de marcharse. Trebor se quedó de nuevo solo, muy gustoso, con un saquito repleto de moneda de curso legal en la mano. No tardó más de dos minutos en salir de casa hacia el mercado. “Cierra pronto y ya no vuelve hasta la semana que viene...” pensó al apurar las últimas zancadas que le llevarían al puesto de Bruno.
- Llego por poco... quiero tomates y cebollas... cuatro de cada, y harina y... un poco de sal y aceite y...
- Vaya, ¿vas a hacer pan?, ¿o es que das una fiesta y no me has invitado?
- Sí y no...es que... hace mucho que no reponía la despensa y necesito un poco de todo... también si tienes puerros y pepinos... dos de cada si son grandes por favor.
- Claro... ah, pues Valentina tiene algo de queso y huevos, por si quieres también.
- Estupendo.
- ¿Algo más?
- No por ahora.
- Bueno pues dos y dos, ésto son tres... el total son siete filos...
            Trebor cogió su saquito y empezó a buscar los pedazos más bellos con los que pagar. “Este tiene aspecto de cara de dragón... el hocico y ahí los ojos... y este otro tiene cinco filos... debería valer mucho...” se decía mientras se mecía en la búsqueda de los filos que más gustasen a Bruno. Para poder llegar al final del monedero, al fondo donde ni la vista ni el tiempo de su situación le permitían acceder, tuvo que utilizar un dedo. Era el menique. Se abrió paso con cuidado hasta que tocó la tela del fondo. Era blanda y por su flexibilidad probablemente muy fina. El tejido, al toque, vibró pero Trebor no pretendió rasgarlo para comprobar qué había detrás. Más bien lo utilizó como pared elástica y tensa en la que el dedo rebotase para hacer atraer hacia él algunos pedazos rotos escondidos. Los que estaban más al fondo. Pero la vuelta era demasiado rápida y dirigida. El dedo pretendió volver por el idéntico camino que le había llevado hasta el fondo. Y eso era imposible pues algunos filos habían ocupado, con el paso de ida, lugares diferentes a los que tenían previamente. Así que Trebor se encontró el dedo menique magullado y, de nuevo, sangrando. Pero ya no dolía, ni daba asco, pena ni levantaba ninguna piedad especial. Sangraba, pequeño y frágil entre los demás, y Trebor lo miraba tratando de percibir el caudal de sangre en el punto inextenso que suponía la herida acompañado del deseo profundo de que cesara de sangrar de otra manera que no fuese esa. Difícl tarea. La boca, ocupada por un pedazo de tomate, y la otra mano, que sujetaba el saco lleno de moneda, favorecieron que no pudiera hacer demasiado y que el único modo de hacer algo ya sí realmente consecuente al respecto fuese arrojar la comida y los cristales no muy lejos, casi a la cara de Bruno que miraba la escena con asombro al ver que Trebor no utilizaba guantes para manipular el monedero.
- Mierda, no, no lo quiero, esto es una barbaridad.
- ¿Perdón?
-Que no, he dicho.
- Pero Trebor, ¿quieres algo diferente?
- Sí, toma tus tomates, cebollas, harina... me vuelvo.
 - ¿Qué?
- Me voy, voy de vuelta.
- Te vas, ¿pero a dónde?, ¿vuelves a la ciudad... a la cárcel?, ¿olvidas que te persiguen?
 - Sí, me voy no muy lejos, a aquí mismo...
            Trebor marchó y pronto llegó a casa de Matías. Esa noche acamparon a medio camino en el campo de albaricoques de Trebor. Todavía no había ninguno maduro y comieron pan duro humedecido con sal. También hablaron seriamente sobre los mejores modos de volver a ciudad Sony de Madrid sin abandonar el asentamiento y apenas durmieron. Por la manaña eran más de dos y siguieron labrando la tierra para que aquello siguiera como nunca fue. Aprovecharon que el día estaba nublado y se bañaron en el mar.


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