martes, 11 de marzo de 2014

La comunidad ausente

por Andrés Martínez Díaz - El Faro Crítico.

1. Comunidad y  frigidez liberal: la transacción del nacionalismo y su caricatura fascista.




Creo que hay un profundo error en una conceptualización del fascismo e ideologías afines que descarte como accesoria la cuestión del volk-lore y el error me parece aun mayor si se desestima el valor de la estética en la política. ‘Fiat ars et pereat mundis’ decía del futurismo Walter Benjamin. Si se quiere situar históricamente el fenómeno como contemporáneo nuestro habrá que enfatizar que la esencia de los fascismos es ser profunda y mitológicamente folclóricos. Aun más, se puede afirmar con suficientes elementos de juicio que el fascismo es folclore elevado a categoría central de una tendencia que informa  a más de un movimiento político en la modernidad. Detrás de ello se esconde manifiestamente una carencia: la nostalgia de un mundo cancelado a resucitar aunque, ciertamente, ya no lo podríamos soportar. Si Lenin definió al comunismo como el socialismo más la electricidad, se podría pensar en el fascismo como folclore más electricidad. A continuación daré las oportunas aclaraciones.

 El modo de producción capitalista y sus superestructuras liberales han supuesto una ruptura radical con una vivencia directa de la comunidad tradicional que desde illo tempore había sido mediada por la religión. En las sociedades modernas, la nueva mediación se vehiculará a través del mercado y de su trasunto político, la sociedad civil. La libertad jurídica formal de la era liberal consiste en situar la falacia naturalista en el centro del pacto social. Puesto que no hay forma racional de efectuar el pasaje entre ontología y praxis, que antes era salvado mediante la religión, se asume la inexistencia de contenidos materiales que sean vinculantes, o sea, la libertad liberal[1] residirá idealmente en un óptimo de movilidad con la única limitación de que cada uno de sus miembros no interfiera en la posibilidad de movimiento de los restantes. Este carácter formal que, al menos en teoría, permite la máxima pluralidad de formas de vida, contrasta agudamente  con el fijismo de  un mundo tradicionalista que exigía la adhesión a los dioses de la tribu y a unas costumbres –más o menos pueblerinas, más o menos maniáticas-  fundamentadas en el mito y  en el rito. Estalla la cohesión del pueblo tradicional y a cambio obtenemos una libertad solitaria en una sociedad en la que ya no existe comunidad anterior al contrato social. Dado este marco de relaciones sociales, recaerá en el éxito económico de cada uno de los individuos/átomos la posibilidad de integrarse en la nueva modalidad de convivencia impuesta por el triunfo de las relaciones capitalistas de producción. Save yourself/Help yourself.

Por otro lado, el liberalismo, como ideología de una fracción social no del todo inconsciente de sus intereses de clase, ha mostrado durante los ya tres siglos largos de vida que lleva, un pragmatismo contradictorio hasta la esquizofrenia en sus diversas manifestaciones. Estructura axiomática del capital, lo denomina Deleuze, por oposición a las sociedades tradicionales que se  por códigos. Refiriéndonos tan solo a sus dos primeros siglos de vida, los liberales han apoyado el absolutismo contra las trabas feudales y luego se han rebelado contra las monarquías absolutas; defendieron gobiernos de corte bonapartista, el voto censitario y el sufragio universal; han seguido políticas de mercantilismo defensivo y de supresión de barreras aduaneras; los mismos liberales ingleses que practicaban el esclavismo, simpatizaban con el sufragismo femenino; a la vez propugnaron el imperialismo y atizaron la autonomía nacionalista de los pueblos... Ya en épocas tempranas como en la Revolución  Francesa, la asamblea que aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos decretó por la ley  Le Chapelier, la condena de muerte a aquellos franceses, se entiende obreros, que hiciesen huelga. Se podría sumar y seguir pero creo que con estos ejemplos hay ilustración suficiente. Todos ellos comparten el parecido de familia que nos y les permite -a sus partidarios- dar a estas posiciones la denominación de liberales. El siglo XX verá como sus vástagos incurren en una contradicción aún mayor: la alianza ocasional con un movimiento político que suprime las garantías jurídicas por las que sus antecesores liberales habían porfiado durante doscientos años.

Quedémonos con la disolución de las sociedades agrarias tradicionales que proporcionaban una vivencia directa de la comunidad [2] y con la aparente incoherencia burguesa en sus múltiples manifestaciones ideológicas. Pues bien, nos interesa como paso necesario hacia el fascismo, una de ellas, el nacionalismo, doctrina que postula la existencia de pueblos [3] -unidades orgánicas de población, vinculadas a un territorio, y articuladas en torno a una raza, una cultura, una lengua y una religión comunes [4]-  y exige su estricta correspondencia con un Estado. Aquí, en el nacionalismo, querría hacer notar la paradoja de que el cuerpo mítico y espontáneo de la nación, reformulación burguesa para las recién derogadas comunidades tradicionales, sea destinado a una configuración ‘abstracta’ como es la del Estado liberal. Se diría que se busca algún elemento de cohesión `cálido’ que compense esa disgregación ‘fría’ inherente a la división del trabajo en el capitalismo y a las descarnadas contradicciones sociales que indisolublemente la acompañan. El nacionalismo entonces tendría unas funciones análogas a las que pudieron tener las divinidades poliadas alrededor de las que gravitaban los cultos cívicos en la Grecia clásica. Y para lograr un efecto similar al de la religión en un mundo que ha matado a dIOS solo queda el recurso al placebo estético…. En efecto, se puede comprobar sin dificultad como la literatura, música, pintura, escultura y demás publicística del siglo XIX se lanzaron con entusiasmo a la obra de generar un espíritu nacional. Un momento fundacional donde se hace evidente esta consciencia de la necesidad de fabricar una cultura que proporcione la cohesión para compensar el desapego inherente a las instituciones democráticas liberales es la ‘Religión del Culto a la Razón y al Ser Supremo’ instaurada durante el periodo jacobino de la Revolución Francesa. Se trató de un intento de generar una pseudo-religión laica en la que los principios republicanos e ilustrados eran deificados alegóricamente para mitigar el horror vacui que, se temía, produjese la abolición oficial del cristianismo. Y todavía, en nuestros días, se advierte sin dificultad como el elemento nacional es una de las invariantes del entretenimiento popular o de todo el ceremonial con el que se revisten las instituciones de nuestras desgastadas democracias. Producción espectacular donde las haya, el nacionalismo es producto de un círculo vicioso: cuanta menos realidad comunitaria hay, más nacionalismo suplementario se necesita.

Esta exacerbación de la añorada comunidad que no se quiere confesar ausente, algo así como un tribalismo vicario, tiene una manifestación privilegiada en el lamentable éxito de ese revival de la Grecia Clásica que son las competiciones deportivas: en la medida que las demarcaciones administrativas en que habitamos no son comunidades reales las facciones deportivas con sus himnos, uniformes, banderas y ejércitos -equipos, se entiende- en perpetua guerra simbólica, no siempre incruenta, devuelven a las hinchadas a un paraíso de cercanías perdidas… y de paso distraen sus malos humores –de probable etiología política- en belicosidades ficticias.

Y con esto no quiero insinuar que los rasgos específicos de las culturas no existan, ni hayan existido, pero queda claro que en las comunitariamente indigentes sociedades liberales, las diferencias culturales espontáneas se hipostasian y son exacerbadas mediante esta operación de hegemonía para generar una energía emotiva que apuntale nuestras instituciones burguesas… El plural en ‘instituciones burguesas’ es un abuso pues, aunque no lo sepan de forma consciente, solo tienen una institución que salvar. Su nombre es propiedad y en una formulación más escueta, tasa de ganancia.  En épocas de crisis, como la que se vivió en los años 30’s y como la que estamos viviendo, cuando beneficio se ve amenazado por el motín, el pragmatismo liberal muy bien puede sacrificar una porción accesoria de sus señas de  identidad para quedarse con lo fundamental. Si se da la necesidad la burguesía es capaz de renunciar a la libertad formal en nombre de lo que realmente importa: la supervivencia de las estructuras básicas que aseguran su preeminencia social. En  tales trances de crisis surge el recurso a una caricatura de la caricatura de una comunidad: el fascismo o la hipertrofia de los gestualismos nacionales. Solo falta para que este fascismo quede temporalmente determinado –esto es, sea circunscrito al momento concreto al que pertenece- el elemento desarrollista. Que mediante una economía de guerra propulse el crecimiento, estancado por la crisis, tan necesario para la economía liberal. Dicho ingrediente viene incluido en la receta nacionalista: el narcisismo identitario de una fracción nacionalista excita en los restantes especímenes de su género reacciones análogas de competencia.

Tan solo añadiré un último rasgo: en la medida que en esta época de  máxima especialización, la nación/pueblo es una construcción fantástica que tan solo puede ser experimentada con tibieza, una representación verosímil debe relegarla al pasado donde existió o a un futuro en que existirá pero nunca se da el caso de que goce de una manifestación presente y plena, si no es como nostalgia, falta, herida o agresión imaginaria en una integridad por constituir. Ese nosotros incompleto pertenece al ámbito de las realidades naturales y por tanto espontáneas que quedan fuera de la historia –de la dimensión del cambio en los asuntos humanos- y si recibe  inscripción en la esfera de lo cultural es debido a un obstáculo que se interpone entre su ser actual y su verdadera configuración ideal. Aquí aparece la necesidad del líder carismático con funciones de órgano sensor, análogo al genio romántico, que actúa de médium entre la comunidad perdida en el mundo de las apariencias históricas y su auténtica imagen por materializar. La fabricación por medio de la cultura de un nosotros unitario y homogéneo pero todavía incompleto por incomparecencia tiene, por tanto, proyecciones claramente quiliásticas y pospolíticas: si deberíamos existir y no existimos, debemos autoproducirnos; no hay nada que discutir –la discusión es  la dimensión de lo político- ; por tanto toda diferencia se convierte en un obstáculo culpable hacia la integridad en construcción de nuestro pasado/futuro pueblo. Se repite el esquema bíblico por el que la historia humana comienza con la caída  hasta el cumplimiento de la redención solo que proyectado al propio interior de la sociedad. De este modo las contradicciones sociales, que si no han alcanzado una conceptualización expresa no abandonan el estadio de un difuso malestar social, pueden ser proyectadas contra todo aquello que se antoje a los administradores de las esencias patrias… ESTE ES EL CORAZÓN DEL FASCISMO, en mi humilde opinión. De una hiperreactividad aterradora que no se confiesa a sí misma, los fascismos se abisman en la afirmación de una identidad fantástica que trastoca su principio de realidad –un intenso sentimiento de pérdida- en una fantasía de narcisismo megalómano. Idealmente la reacción autoinmune más arriba descrita solo puede desembocar en la muerte de toda alteridad, es decir, en la propia muerte. Del mismo modo, su puesta en práctica  no conduce a otro sitio que a programas de supresión violenta de las diferencias  -no eliminables por definición-.

Propongo una imagen ilustrativa: tras el aquelarre nazi, esa inmensa impostura teatral con banda sonora wagneriana, Hitler cuando ya supo que había perdido la guerra de forma inapelable, ordena la destrucción de Alemania, pues el país le había traicionado, no había estado a la altura del destino ideal que le estaba deparado… Nec facta ars, pereat mundus.

Esta mitologización de la comunidad, que nace como un suplemento a la desconexión comunitaria del régimen social liberal, admite variadas declinaciones aunque todas ellas tienen en común el carácter estético, populista y arcaizante/futurista que presentan a la indisoluble unión Estado/Nación como propuesta de organización política. Tal ha sido el éxito del nacionalismo que en buena medida se puede considerar que ha servido de hilo conductor para la expresión de las demandas de emancipación de los pueblos no europeos. Desde la fundación de la ONU, el número de sus Estados miembros se ha multiplicado por cuatro.  Y  podemos suponer que la fundación de cualquiera de dichos Estados se habrá visto acompañada de la correspondiente exageración del sentimiento identitario dado que de eso trata la cuestión nacional. Si la Segunda Internacional se vio desbordada por el estallido de los nacionalismos títeres del imperialismo que desembocarían en la Primera Guerra Mundial podemos advertir como esta ideología y su exacerbación fascista ha sido un elemento que en una u otra medida ha estado presente en toda la época contemporánea, pues ningún gobernante ha sido capaz de evitar la tentación de recurrir a este cómodo expediente para escabullir las responsabilidades de los irresolubles problemas que atraviesan a cualquier modalidad de grupo humano. Cada vez que un político oportunista apela a las esencias patrióticas comienza a desperezarse esa fiera tribal que busca la plenitud política en una imposible homogeneidad sin mácula. Al no encontrarla se conformará con localizar a los culpables de la falta de felicidad social…. para darles su merecido.  Como manchas en un traje viejo que se piensa nuevo. Ser es parecer. Perezcan las manchas.

Hay una comunidad ausente cuyo hueco parece el objeto a satisfacer por parte de cualquier propuesta política en la era de la libertad negativa… Seguiremos examinando la cuestión.




[1] Los movimientos de izquierdas no han sido capaces de articular una noción alternativa a la de libertad negativa, verbigracia léase a cualquier teórico anarquista. A la misma causa se remite la unanimidad con que ha sido acogida la crítica liberal, compartida por la izquierda convencional, del fracaso del comunismo real y la correspondiente identificación efectuada por Hannah Arendt entre nazismo y estalinismo bajo el rotulo de totalitarismos.
[2] Aspecto este que no debe ser idealizado en exceso: la literatura del siglo XIX muestra numerosos ejemplos de cómo para muchos de los habitantes de esas celosas y vigilantes comunidades escapar a la ciudad fue un verdadero alivio.
[3] Volk, en alemán y  en inglés, folk de donde se deriva el vocablo folklore –como estudio de esos contenidos que caracterizan a las diversas comunidades humanas-. Todos ellos derivan de un viejo vocablo germánico: Volkam. Se cree que estas palabras están vinculadas a la base indoeuropea pel- ‘llenar’, de la cual también habría surgido el latín populus, origen del vocablo español pueblo así como del inglés people.
[4] Cuyos orígenes se hacen remontar a las brumas del comienzo de los tiempos; orígenes que empezaba a estudiar/fabricar la naciente historiografía burguesa ¿nostalgia y remedo/remedio de las comunidades rurales recientemente perdidas?

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